martes, 14 de abril de 2009

UN ‘PENSAMIENTO AMIGO’

UN ‘PENSAMIENTO AMIGO’

Jacques Derrida«Derrida, à prix de ami», entrevista con Robert Magiore, Libération, 24 de noviembre de 1994, pp. I-III. Traducción de Rosario Ibáñez y María José Pozo, en DERRIDA, J., No escribo sin luz artificial, Cuatro ediciones, Valladolid, 1999.


«Oh amigos míos, no hay amigos» -«O philoi oudeis philos»-. No es muy seguro que esta frase sea de Aristóteles. Pero atravesará la historia y la filosofía, y la historia literaria. Entre otros muchos, Montaigne la retomará: «O mes amis, il n'y a nul amy»... ¿No se trata de una sentencia extravagante, de una fórmula tan retorcida que resulta indecisa? ¿A qué amigos se les puede anunciar que no hay tales? ¿Quién tiene valor aún para dirigirse a sus amigos y darles una noticia tan sombría como la de su propia desaparición o la de su inexistencia? ¿Son falsos amigos, a quienes hay que hacerles comprender que ya no existe un solo amigo verdadero? O hay que, en esta «contradicción performativa», como dirían los lingüistas, leer la expresión de un deseo, de un requerimiento, de una promesa: no hay amigos, lo sabemos bien, pero, os lo ruego, ¡lograd que los haya, amigos míos!Tal vez, si la omega inicial (o philoi) no fuese una interjección vocativa sino un dativo pronominal (hoi), atributivo, se podría llegar a una solución del tipo: «quien tiene amigos, carece de un amigo», o mejor, «quien tiene demasiados amigos no tiene ninguno» («Viele Freunde, kein Freund», «Cui amici amicus nemo»). ¿Menos enigmática? Entonces qué pensar de la provocación de Nietzsche, en Humano, demasiado humano: «¡Amigos no hay amigos!, exclamaba el sabio moribundo. ¡Enemigos no hay enemigos!, grita el viejo loco vivo que yo soy». ¿Hay que decir que la sabiduría se agota al no tener ya amigos?, ¿que la amistad no se (des)dice más que en la agonía?, ¿que no hay vida, ¡pero qué locura!, sino por el enemigo?, ¿que, el enemigo, cuando se declara como tal, «hace muestras de su hostilidad para no hacer el mal con su maldad», siendo así es mejor amigo que el amigo?¿Querella de traductores o de filólogos? Ciertamente, no. Son huellas, índices, emblemas, paradigmas de una plurisecular historia de la amistad a los que Derrida retorna, da la vuelta, deconstruye y reúne en Políticas de la amistad. «Quizá no exista en la filosofía contemporánea una obra menos asible que la suya», escribe Rudy Steinmetz en su reciente Los estilos de Derrida (Bruselas, De Boeck). Jacques Derrida, el pensador francés más discutido en el mundo, tiene una forma particular de hacer filosofía: «no se trata tanto de una reproducción de la tradición filosófica -escribe Steinmet- cuanto de una repetición de ésta, es decir, de un trabajo de reescritura que se realiza no ‘sobre’ los textos, a los que bastaría describir neutramente su organización interna, sino ‘en’ los textos, reenviándoles -a menudo contra ellos mismos- la lógica interna que los fundamenta y los articula».En Políticas de la amistad, Derrida efectúa este tipo de labor «en» los textos entrelazados de Aristóteles, Platón, Cicerón, Montaigne, Kant, Hegel, Nietzsche, Michelet, Hugo, Schmitt, Heidegger o Blanchot, para analizar y examinar la historia de la amistad. Sin embargo, nada tiene de «inasible»; todo lo contrario. Aborda la ternura y el secreto, la guerra y las promesas, aborda «esa extraña violencia que, desde siempre, se ha insinuado en el origen de las experiencias más inocentes de la amistad o de la justicia», aborda esos amigos que no son sino hombres y la democracia que se agota. Se trata de «parejas», lo singular y lo universal, lo privado y lo público, de una amistad que parece esencialmente extraña y rebelde a la res publica, y de otra amistad que une el amigo-hermano a la virtud y a la justicia, a la razón moral y a la razón política. Se discuten los grandes discursos canónicos, los de la fraternidad y la justicia aparente, discursos que tienen en común, sin embargo, la exclusión de la amistad femenina, discursos acerca una democracia sobre la que aún hay que pensar. Se trata de encontrar el «nombre justo» de la amistad, de decir, justamente, qué nombra la amistad. La cuestión «¿qué es la amistad?», o «¿quién es el amigo, la amiga?», no es más que la de «¿qué es la filosofía?».
Un año después de aparecer Espectros de Marx, publica usted al mismo tiempo que Políticas de la amistad, otro texto todavía más directamente político: Fuerza de ley. ¿Significa un esfuerzo para poner fin a esa duda según la cual, ante las cuestiones éticas, sociales y políticas, la «deconstrucción» desembocaría en una «abdicación casi nihilista»?
No; mi principal preocupación no consiste en replicar ni en pleitear. Desde el comienzo, hace ya cerca de treinta años, mi trabajo se situó, por así decirlo, bajo el signo de una afirmación ético-política. De entrada se ocupó de la cuestión de lo político, de lo ético y de lo jurídico. Uno de los hilos conductores de mi trabajo fue el nacionalismo. En mis seminarios se forjaron remotamente estas Políticas de la amistad, sobre todo en los consagrados a las cuestiones de la autoctonía, el origen y la «fraternidad». Pero esto es sólo un ejemplo. Pues, de hecho, tratan de la responsabilidad en general, tema de mis enseñanzas desde hace muchos años. Abordar una nueva experiencia de la responsabilidad ético-política, aquella a la que nos vemos solicitados, supone desprenderse de las amarras de certidumbres y conceptos que tienen una historia antigua y tenaz: es un ejercicio doloroso y, por lo tanto, peligroso e interminable.
Además, los seísmos de nuestro tiempo quiebran esas seguridades inmóviles más rápidamente que todos los discursos «deconstructivos». El acceso a esas exigencias de la responsabilidad pasa por momentos críticos, por una negatividad aparentemente destructora que debe acompañar, como si fuese su sombra, a la afirmación más responsable: la afirmación infinita de la justicia. Conviene perturbar el concepto dominante de democracia; la simpática «fraternidad» republicana y universal puede siempre hacer que regresen la simbología de la sangre, de la nación, de la etnia o del androcentrismo sublimado. Por otro lado, no es posible responder a estas cuestiones urgentes sin pensar ni escribir de una forma diferente, es decir, sin infringir cierta violencia a las facilidades de la lectura y a las vías habituales de la legitimación. Sobre todo en política, donde parece que lo normal es dejarse llevar por la corriente, justificar la retórica simplificadora y de consenso y no exigir demasiado esfuerzo al lector o al elector.

Nadie duda hoy en considerar obsoleto el ideal de emancipación y de liberación. Usted no suscribe tal «declaración». ¿Por qué? ¿Para reavivar semejante ideal hace falta, volver a pensar sobre las posibilidades mismas de la justicia hasta mostrar que la justicia reclama su fuerza «desde el primer momento»?
Usted sabe bien que, incluso cuando estaba de moda, nunca dije ni murmuré nada contra el ideal de emancipación y de liberación (sexual, cultural, lingüística, social, económica o política). Sigo siendo un «progresista» a mi modo. Es evidente que sigo cuestionando la herencia clásica de la Ilustración, las metafísicas de la consciencia, del sujeto, de la libertad, de la propiedad o la reapropiación. Pero sin renunciar a otra Ilustración. Y sigo luchando más que nunca, aunque de una forma diferente, por la «emancipación» o la «liberación», incluso allí donde una cierta heteronomía puede, y debe, permanecer irreductible. En vez de rechazar esas palabras, ¿por qué no darles un nuevo valor de uso manteniendo la fuerza de su memoria?
Puede parecer imposible, pero estoy convencido de que no habrá política que valga la pena sin este lenguaje diferente. Y, sobre todo, no habrá justicia. No es la propia justicia, si se puede hablar así, la que reclama la fuerza -la justicia debe continuar desarmada y dictar un respeto sin regla y sin conceptos, un respeto infinito por la singularidad-, sino el deber de inscribir la justicia lo máximo posible en la generabilidad calculable de cierto derecho. Este deber sigue siendo difícil tanto para pensarlo como para practicarlo: la justicia nunca se convierte en efectiva fuera de las figuras de un derecho, de una «fuerza de ley» a la que, sin embargo, excede... Suele denominarse a todo esto la «política» o la «historia».

En Políticas de la amistad, concede mucho espacio a Carl Schmitt, quien caracteriza la política mediante la discriminación entre el amigo y el enemigo. Usted añade, sin embargo, un largo comentario para «limitar al máximo un equívoco inevitable». ¿Temía usted que se le acusase, como a ciertos teóricos de extrema izquierda, de «rehabilitar» a este pensador, del que usted mismo recuerda que su virulencia antisemita «tomó formas extremas», y que «probablemente siguió siendo un nazi más allá de cuando se declaró como tal» ?
Rehabilitar, en absoluto. La propia palabra y el gesto me horrorizan. Yo recordé sin equívoco alguno el nazismo y el antisemitismo de Schmitt. Los capítulos que le dedico representan un cuestionamiento con suma minuciosidad de su proyecto, de sus presupuestos, de su estrategia discursiva, de su ligadura al derecho europeo, de su lógica binaria, de su pensamiento de la decisión, de la soberanía y de la excepción. Dicho esto, creo también que hay que leer a Schmitt, como hay que releer a Heidegger y todo lo que circula entre ambos. Tomando en serio la atención y la audacia de este pensamiento decididamente reaccionario -precisamente ahí donde se propone restaurar-, se puede poner de manifiesto su influencia en la izquierda (¡en la extrema izquierda!), pero también sus afinidades embarazosas con Leo Strauss, Benjamín y otros que ni siquiera lo supondrían. Comprender y formalizar la ley de estas paradojas, ¿no es una buena introducción a las tareas políticas del mañana?
Vigilante insomne o centinela obsesivo, con el coraje de su miedo, Schmitt vio venir lo que amenaza al orden europeo, a su teología política, a su (!) «derecho internacional», a sus conceptos acerca del Estado, de la guerra, de la técnica, de la democracia parlamentaria y de los medios de comunicación. No es fácil desmontar el discurso schmittiano, si se desea hacerlo honestamente. Tampoco es suficiente con desmontarlo, pero creo que sigue siendo uno de los ejercicios útiles para espolear una nueva idea de la política, un nuevo pensamiento político.

La frase atribuida a Aristóteles -«Oh amigos míos, no hay amigos»- es el hilo conductor de su obra. En cierto momento parece que se dispone a traducir en términos de amor lo que afirma sobre la amistad o el amigo, pero deja el análisis en suspenso. ¿Qué dice, pues, sobre el amor?
Me gustaría pensar que este libro, ante todo, trata del amor. En silencio, figuradamente o en secreto quizá. Pero en cada frase una especie de canto contenido apela a esa traducción magnetizada [aimentée] de la cual usted afirma, precisamente, que permanece en suspenso. Por otro lado, existe un punto en el que todo permanece, en el libro, suspendido en este «quizá peligroso» que Nietzsche asigna al pensamiento del futuro y al que, usted lo sabe bien, le he dedicado mucha atención. Un tratado sobre el amor deber ser un acto de amor, sí, un acto: una declaración y una prueba firmada, que viene a responder, para desplazarla, a otra palabra de Nietzsche, justo «en nombre del amor». Y toda esta precisión no excluye ni a los fantasmas ni a la locura.
En el fondo nunca he sabido ni querido distinguir entre el amor y la amistad. Pero para poder decir «te quiero» a un amigo o a una amiga, con un amour fou, hay que atravesar, precisamente en su cuerpo, muchas verjas históricas, todo un inmenso bosque de prohibiciones y de discriminaciones, de códigos, de escenarios, de «posiciones». Quizás para reanimar la voz profunda de ese «imán» que resuena antes de la distinción entre el amar y ser amado, amor y amistad, eros y philía, eros y agape, la caridad, la fraternidad o el amor al prójimo, etc. Este canto nos llama desde el fondo de una historia laberíntica e indescifrable, seductora hasta la desesperación. Me gusta arriesgar mis pasos, me gusta también perderme en ese laberinto, el momento de perderme. Pero esta oportunidad también nos puede llegar, furtivamente o no, con la gracia de una palabra, con el instante despojado de celos de una mirada o de una caricia. Sucede a veces quizá, pero no es posible atestiguarlo sin empezar ya a traicionarse: el uno o el otro.

Al actualizar sus análisis, ha evitado deliberadamente recurrir a «ejemplos» sacados de la «actualidad» política y mediática, que podrían servir de «pantalla para la reflexión». Es algo frustrante. Nos hubiera gustado ver, por ejemplo, si la nueva definición de «humanitario» tiene algo que ver con lo que Kant llama, no el filántropo, sino el «amigo de los hombres» o qué relación tiene con el «proceso de humanización fraternizante» que usted analiza.
Espero que las grandes cuestiones de la «actualidad» se le aparezcan al lector en cada momento, justamente cuando yo no pueda ni deba desarrollar mis sugerencias. La cuestión de lo «humanitario» es un ejemplo entre mil. A través de tantas tragedias geopolíticas, hoy tienden a multiplicarse las iniciativas en nombre de lo «humanitario», iniciativas que, esta es mi hipótesis, buscan un nuevo derecho, un nombre más apropiado, otro concepto para el hombre (y para los seres vivientes en general). A mi parecer, expresan de antemano las limitaciones, que se palpan a diario, de los Estados y de las instituciones internacionales. Ni su fuerza, ni su derecho, ni su discurso político, ni la interpretación del hombre y de los «derechos del hombre» que lo sustentan están a la altura de lo que «nosotros» esperamos de «nosotros», si puede decirse así, ante los nuevos cataclismos mundiales, las hambres, la «deuda exterior», los genocidios, las «mafias», las desigualdades ante la muerte y ante la ciencia, las guerras anónimas, los «crímenes de lesa humanidad» (uno de los conceptos problemáticos de «crimen», al lado del «crimen de guerra» o del «crimen político»).
Incluso allí donde Kant afina distinguiendo al «amigo de los hombres» del «filántropo», este «nosotros» no puede ser el hombre de la filosofía o del humanismo, ni el sujeto kantiano que según intento demostrar sigue siendo demasiado « fraternal» , sublimemente viril, familiar, étnico o nacional, etc. Pero también intento resaltar otras virtualidades del discurso kantiano y de toda la tradición que él continúa o supera... Es muy difícil, en este aspecto o en los restantes, hablar a tanta velocidad; déjeme subrayarlo al menos una vez.

Usted resalta, en todos los discursos canónicos acerca de la amistad, la exclusión de la amistad entre mujeres y la de la amistad entre un hombre y una mujer. ¿Es éste uno de los puntos fundamentales de la «historia de la amistad»? ¿Cuáles han sido los efectos de esta exclusión en la formación de modelos políticos, como el de la democracia?
Es evidente que no se trata de negar que sea posible la amistad entre mujeres o entre un hombre y una mujer, sino todo lo contrario. Se trata de radiografiar, en cierto modo, y de entrada en Europa, la historia a través de la cual la figura falocéntrica de la amistad -la pareja de amigos y su contrato testamentario- se convirtió en dominante y en «canónica», reservándose para sí sola la palabra y el derecho al archivo político, filosófico y literario. La interpretación de este archivo no es fácil, es una tarea sin fin, pero que nos abre a la historia «real» (discursiva o no) que ha conducido este modelo a su primacía política.
Me dediqué a perseguir el asunto tan rico y tan sinuoso de la fraternidad, a través de las memorias griega y cristiana, durante y después de la Revolución francesa -que llevó muy mal la turbulencia de esta palabra, demasiado cristiana para muchos. Pese al intenso movimiento de sublimación, de santificación y de universalización, el valor ideal de fraternidad -e incluso de fraternidad juramentada- se mantiene enraizado en la familia o en el origen (y, por tanto, en la naturaleza nacional, de sangre, suelo, autoctonía), y en la virilidad, en la virtud viril de los hijos, de los héroes y de los soldados. El tema, por tanto, parece clásico: la virtud, en particular la virtud política, la virtud en el amor, y la necesidad de sustraer esa virtud a su androcentrismo propiamente ancestral. Por destacar sólo un aspecto, la igualdad civil entre hombres y mujeres, tan reciente en la forma, sobre todo entre nosotros, queda aún en el lejano porvenir.
La fraternización ha podido servir para la democratización e incluso para dotarle de un horizonte, aunque tal horizonte le marca también un límite. Ninguna ruptura histórica originó este fraternalismo sobre cuyo significado debemos meditar hoy, especialmente en lo que se refiere a la futura democracia: ni la mutación entre el mundo griego y el mundo cristiano (cuya interpretación más habitual cuestiono) ni la república posrevolucionaria (no hace falta más que examinar los textos sumamente clarificadores de Michelet o de Hugo, con los que me encarnizo un poco en la época francesa de esta «fraternización») ni la «revolución psicoanalítica», ni siquiera hoy -y es el paso con más admiraciones pero también más inquietante del libro-, con aquellos que ya no admiten la autoridad de este paradigma greco-cristiano: Nietzsche y, con mayor discreción, Blanchot o Nancy. Quizá sea porque la fraternidad no les importó lo suficiente, me digo a veces ....

Jacques Derrida, ¿quiénes son sus amigos? No le estoy preguntando de quién es usted amigo, sino a quién ama, ya que una de las primeras distinciones de la historia de la amistad, en Platón o Aristóteles, indica que siempre es mejor amar que ser amado.
A mis amigos y mis amigas. Aunque tuviéramos tiempo y espacio para abordar esta pregunta, ahora me callaría. La respuesta pública se encontraría en el libro, a veces entre líneas, a veces a través de ciertos nombres propios, hacia el final. No están todos allí, pero indican suficientemente que todos y todas sólo podrían ser nombrados en singular: vocativo irreemplazable.
Como ve, finalmente todo se reduce a la cuestión de la singularidad y del número: ¿se puede tener más de un amigo, más de una amiga? ¿Cuántos? ¿Qué hay de la igualdad, de la alteridad y de la justicia a este propósito? Con el «más de uno» y «más de una» comienza quizá la política. La sensibilidad o la resistencia que uno manifiesta ante estas aporías predispone tal vez a la amistad, la amistad que a mí me gusta. Le ofrece más posibilidades, pero nunca es una condición. La amistad no pone condiciones ni espera devolución alguna: es igualdad sin reciprocidad ni simetría. Y allí donde sólo un pensamiento amigo puede dulcemente interrogar, desplazar, perturbar la autoridad del hermano, aunque fuese la del hermano idealizado, el pensamiento amigo se asemeja acaso, cuando se pone por escrito, al pensamiento de una amiga. No digo de una hermana, ¿aunque por qué no si la hermana no es ya un mero hermano?

Las más bellas páginas de Políticas de la amistad son, a mi juicio, las que consagra a Maurice Blanchot. Y sin embargo, su concepción de la amistad -«amistad sin esperar nada a cambio y sin reciprocidad, amistad para el que ha pasado sin dejar huellas, respuesta de la pasividad a la no presencia de lo desconocido» o «llamada a morir en común por la separación»- parece «imposible», insostenible. ¿Puede ello formar parte de una política de la amistad?
No; y aquí reside todo el problema. No, si se limita la política -o la democracia-, a sus rasgos hoy identificables o incontestados. Sueño con una política que siga siendo efectiva pero sin violentar la posibilidad, por muy improbable que sea, de esta amistad por encima de la reciprocidad, de la proximidad o de la identificación. En suma, con una política que no fuese injusta con «esta» amistad.
¿Es sólo un sueño? Tal vez. De todos modos, hay que tener en cuenta esta «vigilia»: que lo que parece imposible ya ha sido prometido y que, por lo tanto, se mantiene como pensable. Conservamos su memoria pensante cada vez que amamos, cada vez que traducimos las palabras de amor o de amistad. Cada vez que las hacemos, el amor y la amistad. Quizá en el origen de la política esté esta garantía, aunque una política, al ser inconmensurable con tal secreto, es siempre y debe permanecer siempre inadecuada.Jacques Derrida

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