martes, 14 de abril de 2009

ESPECTROS DE MARX: CAPITULOS 3 y 4.

EL DERECHO A LA FILOSOFÍADESDE EL PUNTO DE VISTA COSMOPOLÍTICO
Jacques DerridaTraducción de Paco Vidarte*

La problemática que constituye la carta de nuestro encuentro internacional[1] debería imponernos tomar en consideración, al menos a título de ejemplo, dos tipos de relación:
1. La relación interinstitucional entre las universidades o los institutos de investigación por una parte, las instituciones internacionales de la cultura (gubernamentales o no gubernamentales) por otra;
2. La relación interdisciplinar excepcional entre la filosofía, las artes, las ciencias y las “humanidades”, nombrando la “filosofía” aquí a la vez una disciplina que forma parte de las “humanidades” y aquella que pretende pensar, elaborar, criticar la axiomática de las “humanidades”, singularmente el problema de su humanismo o de su presunto universalismo.
La cuestión acerca de estas dos “relaciones” permanecerá en el trasfondo de las modestas reflexiones preliminares que querría proponerles hoy.
Yo comenzaría por la pregunta “¿dónde?”.
No directamente por la pregunta “¿dónde estamos?”, “¿dónde estamos en este punto?”, sino “¿dónde tiene lugar la pregunta por el derecho a la filosofía?”, lo que puede traducirse inmediatamente por “¿dónde debe tener lugar?”.
¿Dónde encuentra hoy en día su lugar más apropiado?
La forma misma de esta pregunta referida a una pregunta, a saber “¿dónde?, ¿en qué lugar puede tener lugar una pregunta?”, supone que entre la pregunta y el lugar, entre la pregunta por la pregunta y la pregunta por el lugar, haya una especie de contrato implícito, una supuesta afinidad, como si una pregunta debiera estar siempre previamente autorizada por un lugar, legitimada de antemano por un espacio determinado que le dé a la vez derecho y sentido, haciéndola así posible y al mismo tiempo necesaria, a la vez legítima e inevitable.
Según el idioma francés -y ya el uso de este idioma, la autoridad de hecho de este idioma nos lleva a la cuestión de lo cosmopolítico y nos obligaría por sí solo a plantear esta cuestión- diríamos que hay lugares donde hay lugar para plantear esta cuestión, es decir, que esta cuestión es allí no solamente posible de derecho y está autorizada, sino que es necesaria y hasta prescriptiva. En tales lugares, tal cuestión, por ejemplo la del derecho a la filosofía desde el punto de vista cosmopolítico, puede y debe tener lugar.
Por ejemplo: la Unesco sería así el lugar privilegiado, tal vez en el fondo, lo digo sin convencionalismos y tampoco en absoluto por cortesía hacia nuestros huéspedes, el único lugar posible para desplegar verdaderamente la cuestión que nos reúne hoy y cuya autoridad lleva en cierto modo, en su forma misma, el sello de esta institución, recibiendo de ella en principio tanto su respuesta como su responsabilidad, como si, por decirlo en una palabra, la Unesco, y en ella por privilegio de su departamento de filosofía, fuera, si se me permite decirlo, la emanación singular de algo así como la filosofía, como “un derecho a la filosofía desde el punto de vista cosmopolítico”, una emanación singular por ser circular, como si una fuente, y la emanación siempre es de una fuente, se remontara a la fuente. La Unesco nació quizás de la posición de un derecho a la filosofía desde el punto de vista cosmopolítico. Le correspondería como algo propio responder de este derecho respondiendo a esta cuestión. La Unesco sería a la vez portadora de la respuesta y de la responsabilidad de esta cuestión.
¿Por qué? ¿Por qué la Unesco, en su propio destino, en la misión que se ha asignado, sería la institución que, por antonomasia, hoy, tendría la vocación de plantear esta cuestión, de hacerle justicia a su vez, de elaborarla y de extraer las enseñanzas prácticas de una elaboración semejante?
Mi título hace una alusión transparente al título célebre de un pequeño gran texto de Kant, la Idee zu einer allgemeinen Geschichte in weltbürglicher Absicht (1784), Idea [con vistas a] de una historia universal desde el punto de vista cosmopolítico. Como sabemos, este texto breve y difícil pertenece al conjunto de escritos de Kant que podemos decir anuncian, es decir, predicen, prefiguran y prescriben a la vez un cierto número de instituciones internacionales que no han visto la luz sino en este siglo y la mayoría de ellas después de la segunda guerra mundial. Estas instituciones, así como la idea del derecho internacional que intentan poner en obra, son ya filosofemas. Son actas/acto y archivos filosóficos, producciones y productos filosóficos, no sólo porque los conceptos que las legitiman tienen una historia filosófica asignable y por tanto una historia filosófica que se halla inscrita en la carta o la constitución de la Unesco; sino porque, al mismo tiempo, y por eso mismo, tales instituciones implican el hecho de compartir una cultura y un lenguaje filosófico, comprometiéndose desde entonces a hacer posible, en primer lugar por la educación, el acceso a ese lenguaje y a esa cultura. Todos los Estados que suscriben las cartas de estas instituciones internacionales se comprometen, en principio, filosóficamente, a reconocer y a poner en obra de modo efectivo algo así como la filosofía y una cierta filosofía del derecho, de los derechos del hombre, de la historia universal, etc. La firma de estas cartas es un acto filosófico que compromete filosóficamente ante la filosofía. Desde entonces, lo digan o no, lo sepan o no, se conduzcan en consecuencia o no, estos Estados y estos pueblos, por su adhesión a estas cartas o por su participación en estas instituciones contraen un compromiso filosófico, y por tanto, cuando menos, un compromiso de asegurar la cultura o la educación filosófica indispensable para entender y poner en práctica estos compromisos ante las instituciones internacionales que, repito, son filosóficas por esencia (lo que, sea dicho de pasada, algunos pueden interpretar como una apertura infinita, otros como un límite a la universalidad misma, si se considerara, por ejemplo, que un cierto concepto de la filosofía e incluso del cosmopolitismo filosófico, hasta del derecho internacional, es una cosa demasiado europea -pero este es un problema que reaparecerá sin duda en el transcurso de las discusiones).
¿Qué es lo que está en juego concretamente hoy día en esta situación? ¿Por qué las grandes cuestiones de la enseñanza y de la investigación filosófica, por qué el imperativo del derecho a la filosofía deben desplegarse más que nunca en su dimensión internacional? ¿Por qué las responsabilidades que hay que tomar ya no son, y mucho menos hoy en día, y aún menos mañana, en el siglo veintiuno, simplemente nacionales? ¿Qué significa aquí “nacional”, “internacional”, “cosmopolítico”, “universal” para la filosofía y referido a ella, a la investigación filosófica, a la educación o a la formación filosóficas, incluso para una cuestión o una práctica filosóficas que no se vincularían esencialmente a la investigación o a la educación?
Un filósofo es siempre alguien para quien la filosofía nos está dada, alguien que, por esencia debe preguntarse sobre la esencia y el destino de la filosofía. Y re-inventarla. Es preciso recordar este hecho incluso si parece trivial o demasiado evidente; porque hay ahí una situación y un deber más singulares de lo que parecen; y ello puede conducir a consecuencias prácticas temibles. La existencia de lugares tales como la Unesco, es decir, instituciones internacionales que no sólo implican una filosofía, y hasta la filosofía, en el discurso y yo diría incluso la lengua de su carta, sino que han juzgado necesario dotarse de un departamento especializado de filosofía (lo que no va de suyo y recuerda todo el debate abierto desde El conflicto de las facultades de Kant: ¿por qué una institución esencialmente filosófica tendría necesidad de un departamento de filosofía? Schelling pensaba, en contra de Kant, que no siendo la Universidad más que una gran institución filosófica, filosófica de parte a parte, debiendo estar allí la filosofía por todas partes, no había lugar para encerrarla en un departamento), la existencia, pues, de un lugar propiamente filosófico como la Unesco, el hecho de que el modo de ser de la Unesco es un modo de ser a priori filosófico constituye, me parece, una especie de axiomática, un sistema de valores, de normas, de principios reguladores en cuya virtud, ciertamente, estamos aquí, pero que prescriben asimismo a todo filósofo preguntarse concretamente sobre una situación semejante y no tenerla como un hecho dado, evidente y sin consecuencia grave alguna.
Antes de sacar algunas conclusiones preliminares y menos abstractas de estos primeros axiomas, permítanme recordarles que el texto de Kant, si anuncia y prescribe un “estado cosmopolítico universal” (estado, Zustand, en el sentido del estado de cosas, de la situación, de la constitución real, no del Estado con E mayúscula), si Kant define cuando menos su esperanza (Hoffnung), la esperanza de que tras muchas revoluciones y transformaciones, “finalmente (endlich)” este cosmopolitismo llegará a ser un hecho, si Kant funda esta esperanza (que sigue siendo una esperanza) en el designio “supremo de la naturaleza” (was die Natur zur höchsten Absicht hat), esa esperanza es cualquier cosa menos la expresión de un optimismo confiado y menos aún de un universalismo abstracto. Al subrayar brevemente algunos límites que le dan su forma misma -su forma, a la vez, la más positiva, la más moderna, la más rica en enseñanza pero también la más problemática- al discurso kantiano, al insistir más bien en las dificultades, querría introducir a las exposiciones y a la discusión que vendrán a continuación, introducirlos y no, por supuesto, anticiparlos, precederlos, menos aún preverlos o programarlos.
¿Cuáles son estas dificultades? ¿Qué prefiguran de las tareas y de los problemas de nuestro tiempo? Pero también, ¿qué no prefiguran?, ¿y qué es lo que en nuestro tiempo podría, y hasta debería desbordar un discurso como el de Kant?
La Idea (en el sentido kantiano) que nos reúne aquí en la conciencia de que la definición de una tarea filosófica y de un derecho a la filosofía debe ser planteada en su dimensión cosmopolítica, por tanto inter-nacional o inter-estatal (y ya es una grave cuestión saber si lo cosmopolítico traza aquí un nexo de unión entre las ciudades, las poleis del mundo como naciones, como pueblos o como Estados), supone, el propio Kant lo dice, una aproximación filosófica a la historia universal inseparable de una especie de plan de la naturaleza con miras a una unificación política total, perfecta de la especie humana (die vollkommene bürgerliche Vereinigung in der Menschengattung). Quien dudara de una unificación así y sobre todo de un plan de la naturaleza no tendría razón alguna para suscribir ni siquiera la puesta en común de una problemática filosófica, de una problemática supuestamente universal o universalizable de la filosofía. Para quien dudara de este plan de la naturaleza, todo el proyecto de escribir una historia universal -por tanto, filosófica- y, por consiguiente, también el proyecto de crear instituciones regidas por un derecho internacional -y, por tanto, filosófico- no sería más que una novela.
“Novela” es la palabra que emplea Kant. Es tan consciente del riesgo que, en varias ocasiones, juzga necesario dar explicaciones sobre esta hipótesis o esta acusación y para ello reafirmar que esta idea filosófica, por extravagante que parezca, no es ni una ficción ni una historia de novela. La filosofía, en el cuerpo en formación de su institución, sobre todo no es literatura, insiste, ni más generalmente una ficción, en todo caso una ficción de lo imaginario. Pero el peligro de la literatura, del convertirse-en-literatura de la filosofía, es tan apremiante, y tan presente a Kant, que éste la nombra y la recusa en varias ocasiones. Pero, para hacer esto, le es preciso a la vez invocar el hilo conductor de un designio de la naturaleza (el hilo conductor, es decir, un instrumento cómodo de la representación (Darstellung), lo que no es el modo más seguro de escapar de la novela) y, por otra parte, tomar como hilo conductor más seguro de seguir este hilo conductor mismo de la historia de las naciones europeas y, ante todo, su comienzo griego, luego romano, en oposición a las naciones llamadas bárbaras. Lo que hace que este texto de espíritu cosmopolítico, según una ley que se podría verificar mucho más allá de Kant, es el texto más fuertemente eurocéntrico que hay, no sólo en su axiomática filosófica, ciertamente, sino en su referencia retrospectiva a la historia greco-romana y también en su referencia prospectiva a la hegemonía futura de Europa, la cual, dice Kant, “verdaderamente dará un día las leyes a todas las otras [naciones]”.
Como esta cuestión difícil y aguda del modelo europeo incluso continental de la filosofía no dejará, supongo (y, en verdad, lo espero), de resurgir en el debate que nos espera, me gustaría evocar algunas líneas de Kant. Éstas ponen de manifiesto que el único medio de oponer la razón filosófica a la novela o a la ficción extravagante es, al menos a ojos de Kant, fiarse de la historia europea de la razón y, en primer lugar, de la historia greco-romana de la historia. En la Séptima Proposición, Kant recuerda que la naturaleza habrá utilizado natural y paradójicamente la insociabilidad natural de los hombres (y Kant es pesimista al creer en esta insociabilidad natural del hombre y en el estado de guerra natural u originaria entre los hombres) para obligarlos a contraer vínculos artificiales e institucionales y a entrar en una Sociedad de Naciones:

«La naturaleza ha utilizado, pues, una vez más, la insociabilidad (Ungeselligkeit, Unvertragsamkeit) de los hombres e incluso la insociabilidad entre grandes sociedades y cuerpos políticos, a los cuales se prestan esta especie de criaturas, como un medio para forjar en el seno de su inevitable antagonismo un estado de calma y de seguridad. Así, por medio de las guerras, preparativos excesivos e incesantes en vista de las guerras y de la miseria que se sigue de ello en el interior de cada Estado, incluso en tiempos de paz, la naturaleza, mediante tentativas primero imperfectas, luego, finalmente, tras muchas ruinas, no pocos naufragios, incluso tras un agotamiento interior radical de sus fuerzas, empuja a los Estados a hacer lo que la razón habría podido igualmente enseñarles sin que ello les costara tantas y tan tristes experiencias, es decir, los empuja a salir del estado anárquico de salvajismo para entrar en una Sociedad de Naciones. Allí, cada uno, incluido el Estado más pequeño, podría conseguir la garantía de su seguridad y sus derechos no por su propia fuerza o por la propia apreciación de su derecho, sino únicamente por esta gran Sociedad de Naciones [de pueblos: Völkerbunde] (foedus amphictyonum), es decir, por una fuerza unida y por una decisión tomada en virtud de las leyes fundadas en el acuerdo de las voluntades. Por muy novelesca [más precisamente, por muy exaltada, entusiasta, schwärmerisch] que pueda parecer esta idea y por mucho que haya sido ridiculizada por el Abate de Saint-Pierre o Rousseau (quizás porque creían muy próxima su realización), tal es no obstante la salida inevitable de la miseria en la que se sumergen unos a otros los hombres y que debe forzar a los Estados a adoptar la resolución, etc.[2]»

La lógica de esta teleología es que debemos estarle agradecidos a la naturaleza -Kant lo dice literalmente- por habernos creado naturalmente, originariamente, tan insociables y poco filósofos para empujarnos por la cultura, el arte y el artificio (Kunst), como por la razón, a hacer florecer las semillas de la naturaleza.
Esta astucia de la naturaleza se parece a una historia novelesca no siéndolo y no es, en verdad, sino la historicidad misma de la historia. La naturaleza hace uso del desvío de la violencia y de la insociabilidad primitivas, así pues naturales, para servir a la razón y, por tanto, para poner en marcha la filosofía a través de la sociedad de naciones. Ahora bien, y es ahí donde encontraríamos una provocación paradójica para los debates de hoy en día, la Europa greco-romana, la filosofía y la historia occidentales, me atrevería incluso a decir continentales, juegan un papel motor, capital, ejemplar, como si la naturaleza, en su estrategia racional, hubiera encargado a Europa con esta misión especial: no sólo la de fundar la historia como tal, y ante todo como ciencia, no sólo la de fundar la filosofía como tal, y ante todo como ciencia, sino también la de fundar una historia filosófica racional (no novelesca) y de “dar un día leyes” a todos los otros continentes.
Kant reconoce una segunda vez, en la Novena Proposición, que la tentativa filosófica para tratar la historia universal en función de un designio oculto de la naturaleza y con vistas a una unificación política total de la humanidad se parece a una novela (y allí nombra a la novela por su nombre, Roman). Pero, para contradecir esta hipótesis novelesca y pensar la historia humana, más allá de la novela, como un sistema y no como un agregado sin plan y sin programa, sin providencia, se refiere a lo que llama el hilo conductor (Leitfaden) de la historia griega (griechische Geschichte), “la única, dice, que nos transmite todas las otras historias que le son anteriores o contemporáneas o que al menos nos aporta documentos al respecto”.
Dicho de otro modo, la historicidad y la historiograficidad griega sería el signo, el indicio y, por tanto, el hilo conductor que permitiría pensar que una historia es posible, que reuniría todo cuanto atañe a la universalidad del género humano. Podemos seguir la influencia de esta historia griega (a la vez en el sentido de Geschichte y de Historie, de historia en el sentido del acontecimiento y del relato, de la relación documentada, de la ciencia histórica), dice Kant, en la formación y el declive del cuerpo político del pueblo romano en tanto que ha “absorbido” la pólis griega, luego a esbozado la cosmópolis influyendo o colonizando a los Bárbaros que, a su vez, destruyeron Roma.
Y Kant añade:
«Adjuntemos a esto al mismo tiempo, episódicamente (episodisch), la historia política de los otros pueblos tal y como su conocimiento ha llegado poco a poco a nosotros precisamente por la mediación de estas naciones esclarecidas. Se verá entonces aparecer un progreso regular del perfeccionamiento de la constitución política en nuestro continente (in unserem Weltheile) (que verosímilmente dará un día leyes a todos los otros, der warscheinlicher Weise allen anderen dereinst Gesetze geben wird).»
El eje teleológico de este discurso ha llegado a ser la tradición de la modernidad europea. Se lo encuentra intacto, incapaz de cambios a través de las variaciones tan graves como las que pueden distinguir a Hegel, Husserl, Heidegger, Valéry. Se lo encuentra asimismo en estado práctico y a veces a través de la denegación, en numerosos discursos político-institucionales, europeos o mundiales. Ahora bien, este discurso eurocéntrico nos empuja a preguntarnos -y lo diré de modo esquemático para no tener mucho tiempo la palabra- si hoy en día nuestra reflexión sobre la extensión sin límite y la reafirmación de un derecho a la filosofía no debe a la vez tener en cuenta y de-limitar la asignación de la filosofía a su origen o a su memoria greco-europea. No contentarse con reafirmar una cierta historia, una cierta memoria de los orígenes o de la historia occidental (mediterránea o centroeuropea, greco-romana-árabe o germánica) de la filosofía, no contentarse tampoco con oponerse u oponer la denegación a esta memoria y a estas lenguas, sino intentar desplazar el esquema fundamental de esta problemática yendo más allá de la vieja, fatigante, extenuada, extenuante oposición entre el eurocentrismo y el anti-eurocentrismo.
Una de las condiciones para llegar a ello -y no llegaremos a esto de un golpe, sino que será el efecto de una larga y lenta labor histórica en curso-, es la toma de conciencia activa del hecho de que la filosofía no está determinada por un programa, un lenguaje o una lengua originarias cuya memoria bastaría reencontrar para revelar a partir de ahí su destino, como tampoco está asignada a su origen o por su origen, por tanto, que ella no es simplemente, espontáneamente, abstractamente cosmopolítica o universal. Aquello de lo que tenemos experiencia, cada vez más, es de los modos de apropiación y de transformación de lo filosófico, en lenguas y culturas no-europeas, que no se reducen ni al modo clásico de la apropiación -que consiste en hacer suyo lo que es del otro (aquí a interiorizar la memoria occidental de la filosofía y asimilarla en su propia lengua)-, ni a la invención de nuevos modos de pensamiento que, extraños a cualquier apropiación, no tendrían ya ninguna relación con lo que creemos reconocer bajo el nombre de filosofía.
Lo que tiene lugar hoy en día, y creo que desde hace mucho, son formaciones filosóficas que no se dejan encerrar en esta dialéctica, en el fondo cultural, colonial o neocolonial, de la apropiación y de la alienación. Hay otras vías para la filosofía distintas de la apropiación como expropiación (perder su memoria al asimilar la memoria de la otra, oponiéndose una a la otra, como si una ex-apropiación no fuera posible, la única oportunidad posible).
No sólo hay otras vías para la filosofía, sino que la filosofía, si la hay, es la otra vía.
Y esto ha sido siempre la otra vía: la filosofía nunca ha sido el despliegue responsable de una única asignación originaria vinculada a la lengua única o al lugar de un solo pueblo. La filosofía no tiene una sola memoria. Bajo su nombre griego y en su memoria europea siempre ha sido bastarda, híbrida, injertada, multilineal, políglota y nos es preciso ajustar nuestra práctica de la historia de la filosofía, de la historia y de la filosofía, a esta realidad que fue también una oportunidad y que permanece más que nunca como una oportunidad. Lo que digo aquí de la filosofía puede decirse también, y por las mismas razones, del derecho y de la democracia.
En filosofía como en otras partes, el europeocentrismo y el anti-europeocentrismo son síntomas de la cultura misionera y colonial. Un concepto del cosmopolitismo que estuviera aún determinado por esta oposición, no sólo limitaría concretamente el desarrollo del derecho a la filosofía, sino que ni siquiera daría cuenta de lo que ocurre en filosofía. Para reflexionar en dirección a lo que ocurre y aún podría ocurrir bajo el nombre de filosofía (y este nombre es la vez muy grave y sin importancia, según lo que se haga de él), nos es preciso reflexionar sobre lo que pueden ser las condiciones concretas del respeto y de la extensión del derecho a la filosofía.
Yuxtapondré aquí muy rápidamente los títulos de los problemas que, en verdad, están sistemática o estructuralmente coordinados.

1. Primer título. Quienquiera que piense deber hacer respetar, conceder, extender el derecho a la filosofía de un punto de vista cosmopolítico debería tener en cuenta lo que es, pero también lo que siempre ha sido, la competencia entre varios modelos, estilos, tradiciones filosóficas vinculadas a historias nacionales o lingüísticas, incluso si nunca se reducen a efectos de nación o de lengua. Por tomar el ejemplo más canónico, que está lejos de ser el único y que él mismo comporta numerosas sub-variantes, la oposición entre la tradición de la llamada filosofía continental y la llamada filosofía analítica o anglo-sajona no se reduce ni a límites nacionales ni a datos lingüísticos. Esto no constituye sólo un inmenso problema y un enigma para los filósofos europeos o anglo-americanos que se han formado en este contexto. Una cierta historia, especialmente, pero no solamente, una historia colonial, ha constituido a estos dos modelos en referencias hegemónicas en el mundo entero. El derecho a la filosofía pasa no sólo por una apropiación de estos dos modelos concurrentes y, en el límite, de cualquier modelo, por todos y por todas (y cuando digo todas, no es para ser formalmente prudente en lo tocante a las categorías gramaticales, vuelvo a ello en un instante), el derecho de todos y de todas a la filosofía para asimismo por la reflexión, el desplazamiento y la desconstitución de estas hegemonías, el acceso a lugares y a acontecimientos filosóficos que no se agotan ni en estas dos tradiciones dominantes ni en estas lenguas. Estos asuntos son ya intra-europeos[3].

2. Segundo título. El respeto y la extensión del derecho de todos y de todas a la filosofía supone también, lo digo de nuevo demasiado deprisa, la apropiación pero asimismo el desbordamiento de las lenguas que se dicen, según el esquema que ponía en cuestión hace poco, fundadoras u originarias de la filosofía, las lenguas griega, latina, germánica o árabe. La filosofía debe practicarse, según caminos no simplemente anamnésicos, en lenguas que no tienen una relación de filiación con estas raíces. Si la extensión, con la mayor frecuencia hegemónica, de ésta o aquella lengua y de modo casi todopoderoso, me refiero al inglés, puede servir de vehículo para la penetración universal de lo filosófico y de la comunicación filosófica, la filosofía exige al mismo tiempo, y por esto mismo, que nos liberemos de los fenómenos de dogmatismo y de autoridad que la lengua puede producir. No se trata de sustraer la filosofía a la lengua y a lo que para siempre la vincula a lo idiomático; no se trata de promover un pensamiento filosófico abstractamente universal y sin inherencia al cuerpo del idioma, sino, por el contrario, de ponerla en obra de una forma original cada vez en una multiplicidad no finita de idiomas que produzcan acontecimientos filosóficos que no sean ni particularistas e intraducibles ni abstractamente transparentes y unívocos en el elemento de una universalidad abstracta. Con una sola lengua siempre es una filosofía, una axiomática del discurso y de la comunicación filosóficas, la que se impone sin discusión posible. Diría algo semejante, en todo caso dependiente de la misma lógica, referido a la ciencia y a la técnica. Va de suyo que el desarrollo de las ciencias y de las técnicas (ya se trate de física teórica, de astrofísica o de genética, de informática o de medicina, ya estén al servicio de la economía o incluso de la estrategia militar) es, para bien o para mal, el abrirse paso de una comunicación cosmopolítica y, a este título, abre camino, por el rodeo de la investigación científica pero también de la epistemología o de la historia de las ciencias, a lo que en la filosofía, y desde siempre, habrá sido solidario, según modos diferentes, del movimiento de la ciencia. La hipótesis o el deseo que estaría tentado de someter a discusión es que, teniendo en cuenta o haciéndose cargo de este progreso de las ciencias, en el espíritu de una nueva era de las Luces para este nuevo milenio (y a este respecto sigo siendo kantiano), una política del derecho a la filosofía para todos y para todas no sea solamente una política de la ciencia y de la técnica, sino una política del pensamiento que no ceda ni al positivismo, ni al cientificismo, ni al epistemologismo y encuentre, a la medida de nuevos asuntos, en su relación con la ciencia, pero también con las religiones, pero también con el derecho y con la ética, una experiencia que sea a la vez de provocación y de respeto recíproco, pero también de autonomía irreductible. Los problemas son a este respecto siempre tradicionales y siempre nuevos, ya se trate de ecología, de bioética, de inseminación artificial, de transplantes de órganos, de derecho internacional, etc. Todos atañen por tanto al concepto de lo propio, de la propiedad, de la relación consigo y con el otro en los valores de sujeto y de objeto, de subjetividad, de identidad, de persona, es decir, a todos los conceptos fundamentales de las cartas que rigen las relaciones y las instituciones internacionales, como el derecho internacional que se supone las debe regular en principio.
Habida cuenta de aquello que vincula la ciencia a la técnica, a la economía, a los intereses político-económicos o político-militares, la autonomía de la filosofía respecto a la ciencia es tan esencial para la práctica de un derecho a la filosofía como la autonomía respecto de las religiones es esencial para quien quiera que el acceso a la filosofía no le sea prohibido a nadie. Hago aquí alusión a lo que, en cada área cultural, lingüística, nacional, religiosa, puede limitar el derecho a la filosofía por razones sociales, políticas o religiosas, en razón de la pertenencia a una clase, a una edad, a un sexo -o todo ello a la vez.
Aquí, me arriesgaré a afirmar que, más allá de lo que vincularía la filosofía a su memoria greco-europea o a las lenguas indoeuropeas, más allá incluso de lo que la vincularía a un modelo occidental ya constituido de lo que se llama en griego la democracia, me parece imposible disociar el motivo del derecho a la filosofía “desde el punto de vista cosmopolítico” del motivo de una democracia por venir. Sin vincular el concepto de democracia a sus datos pasados y mucho menos a los hechos que se han clasificado bajo este nombre, y que guardan todos en sí la huella de las hegemonías que he evocado más o menos directamente, no creo que el derecho a la filosofía (tal y como una institución internacional como ésta debe hacerlo respetar y extender su efectividad), sea disociable de un movimiento de democratización efectivo.
Ustedes imaginan bien que cuanto digo es todo menos un deseo abstracto y una concesión convencional a consenso democrático alguno. Los asuntos nunca han sido tan graves en el mundo como hoy en día y son asuntos nuevos, que apelan a una nueva reflexión filosófica sobre lo que la democracia, e insisto, la democracia por venir, puede querer decir y ser. No queriendo extenderme demasiado en esta introducción, me reservo de decir algo más sobre esta cuestión en el debate.

3. Tercer título. Aunque la filosofía no se reduzca a sus momentos institucionales o pedagógicos, va de suyo que todas la diferencias de tradición, de estilo, de lengua, de nacionalidad filosófica están traducidos o encarnados en los modelos institucionales o pedagógicos, a veces incluso están producidos por estas estructuras (la escuela, el colegio, el instituto, la universidad, las instituciones de investigación). Ahí está el lugar de las discusiones, de las competencias, de guerra o de comunicación de los que hablaremos enseguida, pero me gustaría, para concluir sobre este punto, volverme por última vez hacia Kant para situar aquello que puede constituir hoy el límite o la crisis más común a todas las sociedades, occidentales o no, que desearían poner en obra un derecho a la filosofía. Lo que ocurre es que, más allá de los motivos políticos o religiosos, más allá de los motivos de apariencia filosófica que pueden empujar a limitar el derecho a la filosofía, hasta llegar a prohibirla (a tal clase social, a las mujeres, a los adolescentes antes de una cierta edad, etc., a los especialistas de ésta o aquella disciplina o a los miembros de éste o aquel grupo), más allá incluso de todos los motivos de discriminación a este respecto, la filosofía sufre en todas partes, en Europa y en otros lugares, en su enseñanza y en su investigación, de un límite que, por no tomar siempre la forma explícita de la prohibición o de la censura, es no obstante lo mismo, simplemente en razón de la limitación de los medios de los que se dispone para sostener la enseñanza y la investigación filosóficas. Esta limitación está motivada, no digo justificada, tanto en las sociedades de tipo capitalista liberal, socialistas o socialdemócratas, sin hablar de regímenes autoritarios o totalitarios, por equilibrios presupuestarios que le conceden la prioridad a las investigaciones y a las formaciones en la investigación susodicha, con frecuencia por un motivo justo, útil, rentable, urgente, a la ciencia así llamada finalisée, a los imperativos tecno-económicos, incluso a lo científico-militar. No se trata en absoluto para mí de poner en cuestión indistintamente todos estos imperativos. Pero cuanto más se imponen estos imperativos y a veces por las mejores razones del mundo, a veces en vista de desarrollos sin los cuales el propio desarrollo de la filosofía no tendría ninguna oportunidad en el mundo, tanto más se hace urgente el derecho a la filosofía, irreductible, y la llamada a la filosofía, precisamente para pensar y discernir, evaluar, criticar las filosofías, porque también son filosofías las que, en nombre de un positivismo tecno-económico militar, hasta de un “pragmatismo” o de un “realismo”, tienden a reducir, según diversas modalidades, el campo y las oportunidades de una filosofía abierta y sin límite, en su enseñanza y en su investigación, así como en la efectividad de sus intercambios internacionales.

He aquí el porqué, y de momento ya he terminado con ello, de la cierta reserva que he creído necesario señalar respecto al concepto kantiano (a la vez demasiado naturalista y demasiado teleológico-europeo) de la cosmópolis; citaré aún a Kant para concluir. Citaré lo que él llama ejemplarmente un ejemplo. Su corto tratado sobre la Idea de una historia universal desde el punto de vista cosmopolítico es evidentemente también, como no podía ser de otro modo, un tratado de la educación. Y en su Octava Proposición, después de haber anunciado y saludado “la era de las Luces” y la “libertad universal de religión”, Kant escribe esto, que sigue siendo algo para meditar hoy día, casi sin necesidad de trasposición.
Si tuviera que darle un título a este pasaje, éste sería tal vez: “De la filosofía -la deuda y el deber”.

«Estas Luces, y con ellas también una cierta vinculación que el hombre esclarecido testimonia inevitablemente con el bien del que tiene perfecta inteligencia, deben poco a poco acceder hasta los tronos y tener a su vez una influencia sobre los principios del gobierno. Tomemos un ejemplo: si nuestros gobiernos actuales no encuentran más dinero para subvencionar los establecimientos de educación pública, y de una manera general para todo aquello que representa al mundo de los verdaderos valores (das Weltbeste) porque todo se ha gastado ya de antemano para la guerra por venir, se trata no obstante de su verdadero interés de no obstaculizar al menos los esfuerzos, ciertamente muy débiles y lentos, que sus pueblos logran a título privado en este ámbito. Y finalmente la guerra no se reduce a ser una empresa de muy sutiles engranajes, muy incierta en cuanto a su desenlace para los dos campos; sino también por las lamentables consecuencias de las que se resiente el Estado aplastado por el peso de una deuda siempre creciente (esto es una invención moderna, (Schuldenlast einer neuen Erfindung), y cuya amortización llega a ser imprevisible [amortización es Tilgung, la anulación, el borramiento de la deuda, la destrucción que Hegel distingue de la Aufhebung, de la superación, relève, que borra conservando], acabando por convertirse en un asunto espinoso; al mismo tiempo, la influencia que tan sólo la quiebra de un Estado hace sufrir a todos los demás acaba por hacerse tan sensible (tan ligado está cada uno de ellos a los otros en nuestro continente por sus industrias) que éstos se ven obligados por temor al peligro que los amenaza, y fuera de cualquier consideración legislativa, de ofrecerse como árbitros, y así, con mucha antelación, de hacer los preparativos para el advenimiento de un gran organismo político futuro del que el mundo pasado no podría ofrecer ningún ejemplo. [Esta incidencia no reaviva sólo la gran cuestión de la deuda en sus efectos geo-políticos determinantes hoy para el porvenir del mundo, sino que abre el camino para una lectura menos, digámoslo así, tradicionalista y quizás menos teleologista de Kant que la que acabo de esbozar hace un momento]. Aunque este organismo político no sea aún por el momento más que un boceto muy tosco, un sentimiento se hace a la luz en todos sus miembros; la conservación de la colectividad (Erhaltung des Ganzen) les importa. Lo que da la esperanza de que tras muchas revoluciones y muchos cambios, finalmente, lo que es el designio supremo de la naturaleza, un Estado cosmopolítico universal, llegará a establecerse un día: núcleo donde se desarrollarán todas las disposiciones originarias del género humano».

El derecho a la filosofía pasa tal vez desde entonces por una distinción entre varios regímenes de la deuda, entre una deuda finita y una deuda infinita, una deuda interior y una deuda “exterior”, entre la deuda y el deber, un cierto borramiento y una cierta reafirmación de la deuda -y, a veces, un cierto borramiento en nombre de la reafirmación.



* A quien agradecemos la infinita generosidad de habérnosla facilitado para su difusión. [Derrida en castellano]
[1] Palabras recogidas en el transcurso de una introducción a una conferencia organizada por M. Sinaceur, bajo los auspicios de la Unesco, el 23 de mayo de 1991.
[2] Kant, Philosophie de l’histoire, Aubier, traducción, Stéphane Piobetta (a veces, ligeramente modificada), páginas 69-70.
[3] Estos temas son desarrollados en los textos publicados por el Greph, el Collège International de Philosophie (especialmente en su acta de fundación) y en algunos de mis ensayos, entre los cuales, por ejemplo, Du droit à la philosophie, Galilée, 1990 y L’Autre Cap, La démocratie ajournée, Minuit, 1991.


ESPECTROS DE MARXEL ESTADO DE LA DEUDA, EL TRABAJO DEL DUELO Y LA NUEVA INTERNACIONAL
Jacques DerridaTraducción de José Miguel Alarcón y Cristina de Peretti.
Capítulo 4
EN NOMBRE DE LA REVOLUCIÓN, LA DOBLE BARRICADA (IMPURA «IMPURA HISTORIA IMPURA DE FANTASMAS»)

El mes de junio de 1848, apresurémonos a decirlo, fue un hecho aparte, y casi imposible de clasificar en la filosofía de la historia. [...] Pero, en el fondo, ¿qué fue el mes de junio de 1848? Una rebelión del pueblo contra sí mismo. [...] Que se nos permita, pues, detener un momento la atención del lector en las dos barricadas absolutamente únicas de las que acabamos de hablar [...] esas dos espantosas obras maestras de la guerra civil. [...] La barricada Saint-Antoine era monstruosa [...] la ruina. Se podía decir: ¿quién ha construido esto? Se podía decir también: ¿quién ha destruido esto? Era algo grande y algo pequeño. Era el abismo parodiado in situ por el barullo. [...] Dicha barricada era frenética [...] desmedida y estaba viva; y, como del lomo de un animal eléctrico, salía de ella un chisporroteo de rayos. El espíritu de la revolución cubría con su nube aquella cima en la que rugía esa voz del pueblo que recuerda a la voz de Dios; una extraña majestuosidad se desprendía de aquel titánico cuévano de escombros. Era un montón de basura y era el Sinaí.
Tal como hemos dicho antes, la barricada atacaba en nombre de la Revolución, ¿el qué? La Revolución.
[...] Al fondo se alzaba esa barrera que convertía la calle en un callejón sin salida; inmóvil y tranquilo muro; allí no se veía a nadie, no se oía nada, ni un grito, ni un ruido, ni un soplo. Un sepulcro.
[...] El jefe de esa barricada era un geómetra o un espectro.
[...] La barricada de Saint-Antoine era el tumulto de los truenos; la barricada del Temple era el silencio. Entre ambos reductos existía la diferencia de lo formidable y de lo siniestro. Una semejaba unas fauces, la otra, una máscara.
Admitiendo que la gigantesca y tenebrosa insurrección de junio hubiese estado compuesta de una cólera y de un enigma, se notaba al dragón en la primera barricada y, detrás de la segunda, a la esfinge.

¿QUÉ HACER EN EL ABISMO SALVO CHARLAR?

Dieciséis años cuentan en la soterrada educación del motín, y el mes de junio de 1848 sabía mucho más de eso que el mes de junio de 1832.
[...] Ya no había hombres en esa lucha ahora infernal. Ya no eran gigantes contra colosos. Aquello se parecía más a Milton o a Dante que a Homero. Unos demonios atacaban, unos espectros resistían.
[...] Desde el más oscuro fondo de los grupos, una voz gritó [...] Ciudadanos, levantemos acta de los cadáveres. [...] Nunca se supo el nombre del hombre que habló así [...] ese gran anónimo siempre mezclado a las crisis humanas y a las génesis sociales [...] Después de que ese hombre cualquiera, que decretaba «levantar acta de los cadáveres», hablase y diese la fórmula del alma común, de todas las bocas salió un grito extrañamente satisfecho y terrible, fúnebre por el sentido y triunfal por el acento:
— ¡Viva la muerte! Permanezcamos todos aquí.
— ¿Por qué todos? —dijo Enjolras.
— ¡Todos! ¡Todos!
Victor Hugo, Los miserables.

Espectros de Marx: el título de esta comunicación obligaría, en primer lugar, a hablar de Marx. Del propio Marx. De su testamento o de su herencia. Y de un espectro, la sombra de Marx, el (re)aparecido, para conjurar el retorno del cual tantas voces se alzan hoy día. Pues esto se parece a una conjuración. En virtud del acuerdo o del contrato establecido entre tantos sujetos políticos que suscriben cláusulas más o menos claras y más o menos secretas (se trata siempre de conquistar o de conservar las llaves de un poder) pero, ante todo, porque semejante conjuración está destinada a conjurar. Es preciso, de forma mágica, ahuyentar a un espectro, exorcizar el posible retorno de un poder considerado, en sí, maléfico y cuya demoníaca amenaza seguiría asediando el siglo.
Pero, desde el momento en que semejante conjuración insiste hoy día, a modo de ensordecedor consenso, para que lo que está, según dice ella, bien muerto permanezca bien muerto, despierta nuestra sospecha. Nos despierta allí donde querría adormecernos. Vigilancia, pues: el cadáver quizá no esté tan muerto, tan simplemente muerto como la conjuración trata de hacernos creer. El desaparecido aparece siempre ahí, y su aparición dista de no ser nada. Dista de no hacer nada. Suponiendo que los restos mortales sean identificables, hoy se sabe mejor que nunca que un muerto debe poder trabajar. Y hacer que se trabaje, quizá más que nunca. Hay también un modo de producción del fantasma que, a su vez, es un modo de producción fantasmático. Como en el trabajo del duelo, después de un trauma, la conjuración debería asegurarse de que el muerto no volverá: deprisa, hacer todo lo necesario para que su cadáver permanezca localizado, en lugar seguro, en descomposición allí mismo donde ha sido inhumado, incluso embalsamado como gustaba de hacerse en Moscú. ¡Deprisa, un panteón cuyas llaves se guarden! Esas llaves no serían sino las del poder que la conjuración querría reconstituir de ese modo al morir Marx. Hablábamos antes de descorrer el cerrojo. La lógica de la llave hacia la que deseaba orientar esa keynote address era la de una polito-lógica del trauma y la de una topología del duelo. De un duelo, de hecho y de derecho, interminable, sin normalidad posible, sin límite fiable, en la realidad o en el concepto, entre la introyección y la incorporación. Pero esa misma lógica, como sugerimos, responde a la inyunción de una justicia que, más allá del derecho, surge en el respeto mismo de aquel que no está, no está ya o no está aún vivo, presentemente vivo.
El duelo va siempre después de un trauma. He tratado de mostrar en otros lugares que el trabajo de duelo no es un trabajo como otro cualquiera. Es el trabajo mismo, el trabajo en general, rasgo por el cual habría que reconsiderar, quizás, el concepto mismo de producción —en lo que lo vincula con el trauma, con el duelo, con la iterabilidad idealizante de la exapropiación y, por consiguiente, con la espiritualización espectral que obra en toda techné—. Tentación de añadir, aquí, un post-scriptum aporético a la fórmula de Freud que encadenó en una misma historia comparativa tres de los traumas infligidos al narcisismo del hombre así des-centrado: el trauma psicológico (el poder del inconsciente sobre el yo consciente, descubierto por el psicoanálisis), el trauma biológico (la descendencia animal del hombre descubierta por Darwin —al que, por lo demás, alude Engels en el Prefacio del Manifiesto de 1888—) y el cosmológico (la Tierra copernicana ya no es el centro del universo, y esto es cada vez más cierto, podría decirse para sacar de ello muchas consecuencias respecto a los confines de lo geopolítico). Nuestra aporía proviene, aquí, de que ya no hay nombre ni teleología para determinar el impacto marxista ni su campo. Freud, por su parte, creía saber lo que es el hombre y su narcisismo. El impacto marxista es tanto la proyectada unidad, en una forma a veces mesiánica o escatológica, de un pensamiento y de un movimiento obrero, como también la historia del mundo totalitario (nazismo y fascismo incluidos, inseparables adversarios del totalitarismo estaliniano). Esta es, quizá, para el hombre la herida más profunda, en el cuerpo de su historia y en la historia de su concepto, más traumatizante incluso que la lesión (Kränkung) «psicológica» producida bajo el impacto del psicoanálisis, la tercera y más grave según Freud[i]. Pues sabemos que el impacto producido, que lleva enigmáticamente el nombre de Marx, acumula y recopila también los otros tres. Hoy en día los presupone, aun cuando no lo haya hecho en el siglo pasado. Lleva más allá de esos tres impactos al efectuarlos, igual que lleva el nombre de Marx desbordándolo infinitamente: el siglo del «marxismo» habrá sido el del descentramiento tecnocientífico y efectivo de la Tierra, de lo geopolítico, del anthropos con su identidad ontoteológica o con sus propiedades genéticas, del ego cogito —y del concepto mismo de narcisismo cuyas aporías son, digámoslo por ir deprisa y ahorrar muchas referencias, tema explícito de la deconstrucción—. Dicho trauma es continuamente denegado por el movimiento mismo que trata de amortiguarlo, de asimilarlo, de interiorizarlo y de incorporarlo. En ese trabajo del duelo en marcha, en esa tarea interminable, el fantasma sigue siendo lo que más da que pensar —y que hacer—. Insistamos y precisemos: que hacer y hacer llegar tanto como dejar llegar.
Pero los espectros de Marx entran en escena por el otro lado. Se nombran según la otra vía del genitivo —y esa otra gramática dice más que la gramática—. Los espectros de Marx son también los suyos. Quizá son, en primer lugar, los fantasmas que lo han habitado, los (re)aparecidos por los que el propio Marx habrá sido ocupado y que, de antemano, habrá querido convertir en cosa suya; esto no significa que haya dispuesto de sus secretos; ni siquiera que haya tematizado, a su vez, la obsesionante recurrencia de lo que sería un tema si se pudiese decir del (re)aparecido que se deja poner ahí, ex-poner ante sí, como deberían hacerlo un tema o un sistema, una tesis o una síntesis. Pero todos esos valores son los que descalifica el espectro, si lo hay.
Los espectros de Marx: desde ahora nombraremos con esas palabras ciertas figuras cuya venida Marx habrá sido el primero en aprehender, temer y, a veces, describir. Aquellos que anuncian lo mejor y cuyo acontecer habrá acogido favorablemente, aquellos que revelan o amenazan con lo peor y cuyo testimonio habrá recusado. Hay varios tiempos del espectro. Lo propio del espectro, si lo hay, es que no se sabe si, (re)apareciendo, da testimonio de un ser vivo pasado o de un ser vivo futuro, pues el (re)aparecido ya puede marcar el retorno del espectro de un ser vivo prometido. Intempestividad, de nuevo, y desajuste de lo contemporáneo. Respecto a esto, el comunismo siempre ha sido y permanecerá espectral: siempre está por venir y se distingue, como la democracia misma, de todo presente vivo como plenitud de la presencia a sí, como totalidad de una presencia efectivamente idéntica a sí misma. Las sociedades capitalistas siempre pueden dar un suspiro de alivio y decirse a sí mismas: el comunismo está acabado desde el desmoronamiento de los totalitarismos del siglo XX, y no sólo está acabado sino que no ha tenido lugar, no fue más que un fantasma. No pueden sino denegarlo, denegar lo innegable mismo: un fantasma no muere jamás, siempre está por aparecer y por (re)aparecer.
Recordemos que, en el Manifiesto del partido comunista, un primer nombre vuelve tres veces en esa misma primera página, y es el «espectro» (Gespenst): «Un espectro asedia Europa —dice Marx en 1847—: el espectro del comunismo» (Ein Gespenst gebt um in Europa - das Gespenst des Kommunismus). Marx, a menos que sea el otro, Engels, escenifica entonces, a lo largo de unos cuantos párrafos, el terror que ese espectro inspira a todas las potencias de la vieja Europa. Sólo se habla de él. Todos los fantasmas se proyectan en la pantalla de ese fantasma (es decir, en un ausente, pues la pantalla misma es fantasmática, como en la televisión del mañana que prescindirá de soporte «pantallesco» y proyectará sus imágenes —a veces imágenes de síntesis— directamente en el ojo, como el sonido del teléfono en el fondo del oído). Se acechan los signos, las mesas que se mueven, la vajilla que se desplaza. ¿Va a responder? Como en el espacio de un salón durante una reunión espiritista, pero a veces es lo que se denomina la calle, se vigilan los bienes, los muebles[ii], se intenta ajustar toda la política a la espantosa hipótesis de una «visitación». Los políticos son videntes o visionarios. Se desea y se teme una aparición de la que se sabe que no presentará a nadie en persona pero dará una serie de golpes que habrá que descifrar. Se forjan entonces todas las alianzas posibles a fin de conjurar a ese adversario común, «el espectro del comunismo». La alianza significa: muerte al espectro. Se le convoca para revocarlo, se está tan pendiente de él que hasta se jura por él, aunque sólo para conjurarlo. Sólo se habla de él. Pero ¿qué otra cosa puede hacerse, puesto que ese fantasma no está ahí, como no lo está ningún fantasma digno de ese nombre? E, incluso cuando está ahí, es decir, ahí sin estar ahí, se nota que el fantasma mira, por cierto, a través del yelmo; acecha, observa, mira fijamente a los espectadores y a los videntes ciegos, pero no se le ve ver, permanece invulnerable bajo su armadura con visera. Entonces sólo se habla de él pero para ahuyentarlo, para excluirlo, para exorcizarlo. El salón es, entonces, la vieja Europa que recopila todas sus fuerzas (alle Mächte des alten Europas). Si se intenta exorcizar o conjurar al espectro es sin saber en el fondo de quién, de qué se habla entre conjurados. Comunismo es un nombre para los conjurados, la santa alianza es una cacería sagrada: «Todas las potencias de la vieja Europa se han aliado (verbündet) en una santa montería (zu einer heiligen Hetzjagd) contra ese espectro (gegen dies Gespenst)».
¿Quién podría negarlo? Si está en curso de formación una alianza contra el comunismo, una alianza de la vieja o de la nueva Europa, ésta sigue siendo una santa alianza. La paternal figura del Santo Padre el papa, entonces citado por Marx, ocupa allí, todavía hoy, un lugar de honor en la persona de un obispo polaco que se jacta, y esto mismo lo confirma Gorbachov, de no haber jugado un papel insignificante en el desmoronamiento del totalitarismo comunista en Europa y en el advenimiento de una Europa que, en adelante, será lo que siempre debió haber sido según él, una Europa cristiana. Como en la Santa Alianza del siglo XIX, Rusia podría de nuevo formar parte de ella. Por eso hemos insistido en el neoevangelismo —neoevangelismo hegeliano— de una retórica de tipo «Fukuyama». Lo que Marx denunció con tanta locuacidad y vehemencia en la teoría stirneriana de los fantasmas era un neoevangelismo hegeliano. Más adelante llegaremos a esto pero, desde ahora, hay que indicar este cruce. Lo consideramos significativo.
El espectro del que hablaba Marx estaba ahí sin estar ahí. Todavía no estaba ahí. No estará nunca ahí. No hay Dasein del espectro, pero tampoco hay Dasein sin la inquietante extrañeza, sin la extraña familiaridad (Unheimlichkeit) de algún espectro. ¿Qué es un espectro? ¿Cuál es su historia y cuál es su tiempo?
El espectro, como su nombre indica, es la frecuencia de cierta visibilidad. Pero la visibilidad de lo invisible. Y la visibilidad, por esencia, no se ve, por eso permanece epekeina tes ousias, más allá del fenómeno o del ente. El espectro también es, entre otras cosas, aquello que uno imagina, aquello que uno cree ver y que proyecta: en una pantalla imaginaria, allí donde no hay nada que ver. Ni siquiera la pantalla, a veces; y una pantalla siempre tiene, en el fondo, en el fondo que ella es, una estructura de aparición desapareciente. Pero ya no se puede pegar ojo acechando el retorno. De ahí la teatralización del habla misma y la espectacularizante especulación sobre el tiempo. Una vez más, hay que invertir la perspectiva: fantasma o (re)aparecido, sensible insensible, visible invisible, el espectro primero nos ve. Del otro lado del ojo, cual efecto visera, nos mira antes incluso de que le veamos o de que veamos sin más. Nos sentimos observados, a veces vigilados, por él, incluso antes de cualquier aparición. Sobre todo —y éste es el acontecimiento—, porque el espectro es acontecimiento, nos ve durante una visita. Nos hace visitas. Visita tras visita, puesto que vuelve a vernos y que visitare, frecuentativo de visere (ver, examinar, contemplar), traduce perfectamente la recurrencia o la (re)aparición, la frecuencia de una «visitación». Esta no marca siempre el momento de una aparición generosa o de una visión amigable, puede significar la inspección severa o el violento registro domiciliario. La persecución consecuente, la implacable concatenación. Teniendo en cuenta esta repetición, también podríamos utilizar, para el modo social del asedio, para su estilo original, el nombre de frecuentación. Marx vivía más que otros —lo vamos a precisar— en la frecuentación de los espectros.
Un espectro parece presentarse, durante una «visitación». Nos lo representamos, pero él, por su parte, no está presente, en carne y hueso. Esta no-presencia del espectro exige que se tome en consideración su tiempo y su historia, la singularidad de su temporalidad o de su historicidad. Cuando, en 1847-1848, Marx nombra el espectro del comunismo, lo inscribe en una perspectiva histórica que es exactamente la inversa de aquella en la que yo pensé, al principio, al proponer un título como «los espectros de Marx». Allí donde a mí me tentaba nombrar de ese modo la persistencia de un presente pasado, el retorno de un muerto, una fantasmal reaparición de la que no consigue deshacerse el trabajo del duelo mundial, de cuyo encuentro ella huye hacia delante, encuentro al que da caza (excluye, rechaza y a la vez persigue), Marx, por su parte, anuncia y requiere la presencia por venir. Parece predecir y prescribir: lo que de momento no parece más que un espectro en la representación ideológica de la vieja Europa debería convertirse, en el futuro, en una realidad presente, es decir, viva. El Manifiesto llama, requiere, esa presentación de la realidad viva: hay que proceder de forma que en el futuro, ese espectro —y, en primer lugar, una asociación de trabajadores forzada al secreto hasta cerca de 1848— se convierta en una realidad, y en una realidad viva. Es preciso que esa vida real se muestre y se manifieste, que se presente más allá de Europa, de la vieja o de la nueva Europa, en la dimensión universal de una Internacional.
Pero, asimismo, es preciso que se manifieste en la forma de un manifiesto que sea el Manifiesto de un partido. Porque Marx otorga ya la forma de partido a la estructura propiamente política de la fuerza que deberá ser, según el Manifiesto, el motor de la revolución, de la transformación, de la apropiación y, finalmente, de la destrucción del Estado, y el fin de lo político como tal. (Dado que ese fin singular de lo político corresponde a la presentación de una realidad absolutamente viva, existe ahí una razón más para pensar que la esencia de lo político siempre tendrá la figura inesencial, la no-esencia misma de un fantasma.)
Ahora bien, tal vez sea éste uno de los insólitos motivos de los que deberíamos hablar esta tarde: aquello que tiende quizás a desaparecer en el mundo político que se anuncia, y quizás en una nueva época de la democracia, es la dominación de esa forma de organización que se denomina el partido, la relación partido-Estado, que, en suma, no habrá durado, con todo rigor, más que dos siglos, apenas más, en un tiempo al que pertenecen también determinados tipos de la democracia parlamentaria y liberal, las monarquías constitucionales, los totalitarismos nazi, fascista o soviético. Ninguno de estos regímenes ha sido posible sin lo que podría denominarse la axiomática del partido. Ahora bien, como, al parecer, podemos comprobar que se anuncia por doquier en el mundo de hoy en día, la estructura del partido se torna no sólo cada vez más sospechosa (y por razones que ya no son siempre, ya no necesariamente, «reaccionarias», las de la reacción individualista clásica) sino radicalmente inadaptada a las nuevas condiciones —tele-tecno-mediáticas— del espacio público, de la vida política, de la democracia y de los nuevos modos de representación (parlamentaria y no parlamentaria) que requiere. Una reflexión acerca de lo que ocurrirá mañana con el marxismo, con su herencia o con su testamento, debería referirse, entre otras muchas cosas, a la finitud de un determinado concepto o de una determinada realidad del partido. Y, por supuesto, de su correlato estatal. Está en marcha un movimiento que describiríamos como una deconstrucción de los conceptos tradicionales de Estado y, por consiguiente, de partido y de sindicato. Aunque no signifiquen el debilitamiento del Estado, en sentido marxista o gramsciano, tampoco se puede analizar su singularidad histórica fuera de la herencia marxista —allí donde la herencia es más que nunca un filtro crítico y transformador, es decir, allí donde no cabe estar simplemente a favor o en contra del Estado en general, de su vida o de su muerte en general—. Hubo un momento, en la historia de la política europea (y, por supuesto, americana), en que tanto apelar al fin del partido como analizar la inadecuación, con la propia democracia, de las estructuras parlamentarias existentes era un gesto reaccionario. Adelantemos aquí, con muchas precauciones teóricas y prácticas, la hipótesis de que ya no es así, ya no siempre así (pues las viejas formas de la lucha contra el Estado podrán sobrevivir mucho tiempo): hay que despejar ese equívoco para que ya no sea así. La hipótesis es que esa mutación ya ha comenzado y que es irreversible.

El partido comunista universal, la Internacional comunista será —decía el Manifiesto— la encarnación final, la presencia real del espectro, por tanto, el final de lo espectral. Ese futuro no es descrito, no está previsto de modo constativo; es anunciado, prometido, llamado de modo performativo. Del síntoma Marx extrae un diagnóstico y un pronóstico. El síntoma sobre cuya autoridad se basa el diagnóstico es que el miedo al fantasma comunista existe. Al observar la Santa Alianza europea se tienen signos de ello. Estos deben significar algo, a saber, que las potencias europeas reconocen, a través del espectro, el poder del comunismo («El comunismo ya es reconocido como un poder [als eine Macht] por todas las potencias europeas»). En cuanto al pronóstico, éste no consiste sólo en prever (gesto de tipo constativo) sino en reclamar el advenimiento, en el porvenir, de un manifiesto del partido comunista, que transformará, precisamente en la forma performativa de la llamada, la leyenda del espectro, todavía no en la realidad de la sociedad comunista, sino en esa otra forma de acontecimiento real (a medio camino entre el espectro legendario y su encarnación absoluta) que es un Manifiesto del partido comunista. Parusía de la manifestación de lo manifiesto. Como partido. No como un partido que sería además, en este caso, comunista. Del que el comunismo sería un predicado. Sino como partido que realizaría la esencia del partido corno partido comunista. Esta es la llamada, a saber, el Manifiesto con vistas al Manifiesto, la automanifestación de lo manifiesto, que es en lo que consiste la esencia de cualquier manifiesto que se reclama a si mismo diciendo «ya es tiempo», el tiempo se junta y se conjunta aquí, ahora, un ahora que adviene a si mismo en el acto y en el cuerpo de esa manifestación, «ya va siendo tiempo» de que me torne manifiesto, de que se torne manifiesto el manifiesto que no es otro que éste, aquí, ahora, yo, el presente llega, testigo y consorte a su vez, éste es precisamente el manifiesto que soy o que opero, en la operación de esta obra, en acto, no soy yo mismo más que en esta manifestación, en este momento mismo, en este libro, heme aquí: «Ya va siendo tiempo (Es ist hohe Zeit) de que los comunistas expongan ante el mundo entero sus concepciones, sus metas, sus tendencias y opongan (entgegen-stellen) a las leyendas del espectro comunista (den Märchen vom Gespenst des Kommunismus) un manifiesto del partido mismo». ¿De qué da testimonio ese manifiesto? ¿Y quién da testimonio de qué? ¿En qué lenguas? La frase siguiente habla de la multiplicidad de las lenguas: no de todas las lenguas sino de algunas, y de los comunistas de diferentes nacionalidades reunidos en Londres. El Manifiesto, que los alemanes llaman Le Manifeste, será publicado en inglés, en francés, en alemán, en italiano, en flamenco y en danés. Los fantasmas hablan también distintas lenguas, lenguas nacionales, lo mismo que el dinero del que, como veremos, son inseparables. En cuanto moneda, el dinero tiene caracteres locales y políticos, «habla lenguas diferentes y viste diversos uniformes nacionales»[iii]. Repitamos la cuestión del manifiesto como habla o lengua del testimonio. ¿Quién da testimonio de qué? ¿En qué determina el «qué» al «quién», dado que uno no precede jamás al otro? ¿Por qué esa manifestación absoluta de sí no se atestigua a sí misma, al tomar partido por el partido, más que al criticar y detestar al fantasma? A partir de ahí, ¿qué hay del fantasma en esa lucha?, ¿y quién es requerido ahí como parte implicada y también como testigo, con efecto yelmo y efecto visera?
La estructura del acontecimiento así llamado resulta difícil de analizar. La leyenda del espectro, el relato, la fábula (Märchen) se aboliría en el Manifiesto, como si el espectro mismo, sin tornarse realidad (el propio comunismo, la sociedad comunista), tras haber dado cuerpo a una espectralidad de leyenda, saliese de sí mismo, reclamase salir de la leyenda sin entrar en la realidad cuyo espectro es. Por no ser ni real ni legendario, algo, alguna «Cosa» habrá dado miedo y sigue dando miedo en el equívoco de ese acontecimiento, lo mismo que en la espectralidad singular de ese enunciado performativo, es decir, del propio marxismo. (Y la pregunta de esta tarde podría resumirse de este modo: ¿qué es un enunciado marxista?, ¿supuestamente marxista? O, con más precisión: ¿qué será de ahora en adelante un enunciado semejante?, ¿y quién podría decir «soy marxista» o «no soy marxista»?)
Dar miedo, darse miedo. Miedo a los enemigos del Manifiesto, pero quizás a Marx y a los propios marxistas. Pues se podría caer en la tentación de explicar toda la herencia totalitaria del pensamiento de Marx, aunque también los demás totalitarismos que no fueron contemporáneos de éste por azar o por yuxtaposición mecánica, como una reacción de terror pánico ante el fantasma en general. Al fantasma que el comunismo representaba para los Estados capitalistas (monárquicos, imperiales o republicanos) de la vieja Europa en general le ha respondido una guerra amedrentada y sin cuartel, solamente en el transcurso de la cual han podido constituirse, endurecidos hasta la monstruosidad de un rigor cadavérico, el leninismo y, luego, el totalitarismo estalinista. Pero, dado que la ontología marxista luchaba asimismo contra el fantasma en general en nombre de la presencia viva como efectividad material, todo el desarrollo «marxista» de la sociedad totalitaria respondía también al mismo pánico. Me parece que hay que tomar en serio semejante hipótesis. Más tarde, entre Stirner y Marx, llegaremos a esa fatalidad esencial del reflejo reflexivo del asustarse [«darse miedo»] en la experiencia del fantasma. Es como si Marx y el marxismo hubiesen huido, huido de sí mismos, como si se hubiesen dado miedo a sí mismos. En el transcurso de esa misma cacería, de esa misma persecución, de ese mismo acoso infernal. Revolución contra la revolución, tal y como lo sugiere la imagen de Los miserables. Para mayor precisión, teniendo en cuenta el número y la frecuencia, es como si hubiesen tenido miedo de alguien dentro de sí mismos. Se considerará, un tanto apresuradamente, que no tenían por qué. Los totalitarismos nazi y fascista se encontraron, en esa guerra de fantasmas, tan pronto de un lado, tan pronto del otro, pero siempre en el curso de una sola y misma historia. Y hay tantos fantasmas en esa tragedia, en los osarios de todos los campos, que nadie estará seguro jamás de estar de un solo y mismo lado. Más vale saberlo. En una palabra, toda la historia de la política europea al menos, y al menos desde Marx, sería la de una guerra despiadada entre campos solidarios e igualmente aterrorizados por el fantasma, el fantasma del otro y su propio fantasma como fantasma del otro. La Santa Alianza está aterrorizada por el fantasma del comunismo y emprende contra él una guerra que todavía dura, pero una guerra contra un campo que, a su vez, está organizado en base al terror del fantasma, aquel que está frente a él y aquel que lleva dentro de sí.
Nada de «revisionista»[iv] hay en interpretar la génesis de los totalitarismos como reacciones recíprocas al miedo al fantasma que el comunismo inspiró desde el siglo pasado, al terror que inspiró a sus adversarios pero que dio la vuelta y experimentó dentro de sí lo suficiente como para precipitar la realización monstruosa, la efectuación mágica, la incorporación animista de una escatología emancipatoria que debiera haber respetado la promesa, el ser-promesa de una promesa —y que no podía ser un simple fantasma ideológico, puesto que, a su vez, la crítica de la ideología no poseía ninguna otra inspiración.
Porque, al final, hay que llegar a ello, el (re)aparecido fue la persecución de Marx. Como la de Stirner. Ninguno de los dos ha dejado de perseguir —cosa muy comprensible— a su perseguidor, a su propio perseguidor, a su más íntimo extraño. A Marx le gustaba la figura del fantasma, la detestaba, la tomaba por testigo de su protesta, estaba asediado por ella, acosado, sitiado, obsesionado. Dentro de él pero, sin duda, para desterrarla, fuera de él. Dentro de él fuera de él: éste es el lugar fuera de lugar de los fantasmas en todas partes en donde fingen fijar domicilio. Marx, quizá más que otros, tenía (re)aparecidos en la cabeza y sabía sin saber de lo que estaba hablando («Mensch, es spukt in Deinem Kopfe!», podría decírsele parodiando a Stirner). Pero, por esa misma razón, tampoco quería a los espectros que le gustaban. Que le querían —y le observaban tras la visera—. Sin duda estaba obsesionado con ellos (esa palabra era suya, enseguida llegaremos a eso) pero, lo mismo que contra los adversarios del comunismo, libraba contra ellos un combate sin cuartel.
Al igual que todos los obsesos, hostigaba a la obsesión. Tenemos mil indicios de ello, a cual más explícito. Por no citar más que dos ejemplos muy diferentes en esta rica espectrología, se podría, en primer lugar, evocar de pasada la Disertación de 1841 (Diferencia entre las filosofías de la naturaleza de Demócrito y Epicuro). El jovencísimo Marx firma ahí una dedicatoria filial (pues siempre es al padre, al secreto de un padre al que una criatura asustada pide socorro contra el espectro: «I am thy Fathers Spirit [...] I am forbid To tell the secrets of my Prison-House»). En esa dedicatoria, él mismo se dirige como un hijo a Ludwig von Westphalen, «consejero íntimo del gobierno en Tréveris», ese «muy querido amigo paternal» (seinen theuren väterlichen Freund). Habla, entonces, de un signo de amor filial (diese Zeilen als erste Zeichen kindlicher Liebe) hacia alguien ante quien «comparecen todos los espíritus del mundo» (vor dem alle Geister der Welt erscheinen) y que jamás retrocedió espantado ante las sombras de los fantasmas retrógrados (Schlagschatten der retrograden Gespenster) ni ante el cielo de ese tiempo a menudo cubierto de oscuras nubes. Las últimas palabras de la dedicatoria nombran al espíritu (Der Geist) como el «gran médico mágico» (der grosse zauberkundige Arzt) a quien se ha confiado ese padre espiritual y de quien saca toda su fuerza para luchar contra el mal del fantasma. Es el espíritu contra el espectro. En ese padre de adopción, en ese héroe de la lucha contra los fantasmas retrógrados (que Marx parece distinguir implícitamente del fantasma del progreso que, por ejemplo, será el comunismo), Marx ve la prueba viva y visible (argumentum ad oculos) de que «el idealismo no es una ficción sino una verdad».
¿Dedicatoria de juventud? ¿Costumbre convencional? Ciertamente. Pero las palabras son poco comunes, parecen calculadas y la contabilidad estadística puede empezar. La frecuencia cuenta. La experiencia, la aprehensión del fantasma se armoniza con la frecuencia: el número (más de uno), la insistencia, el ritmo (de las ondas, de los ciclos y de los períodos). Ahora bien, la dedicatoria de juventud sigue hablando y multiplicándose, parece más significante y menos convencional cuando se observa, en los años siguientes, la obstinación en denunciar, es decir, en conjurar, ¡y con qué locuacidad, pero también con qué fascinación!, lo que La ideología alemana llamará la historia de los fantasmas (Gespenstergeschichte). Enseguida volvemos a ello, es un hervidero, un tropel de fantasmas nos espera ahí: sudarios, almas errantes, ruidos de cadenas en la noche, gemidos, carcajadas chirriantes, y todas esas cabezas, muchas cabezas que nos miran invisibles, la mayor concentración de todos los espectros en la historia de la humanidad. Marx (y Engels) intentan poner orden ahí, tratan de identificar, fingen contar. Les cuesta trabajo.
Un poco después, en efecto, El 18 Brumario de Luis Bonaparte se despliega a su vez, en la misma frecuencia, como una espectro-política y una genealogía de los fantasmas o, para mayor precisión, como una lógica patrimonial de las generaciones de fantasmas. Marx no deja, ahí, de conjurar y de exorcizar. Expurga entre los buenos y los malos «fantasmas». A veces en la misma frase, intenta desesperadamente oponer (pero ¡qué difícil y qué arriesgado resulta!) el «espíritu de la revolución» (Geist der Revolution) a su espectro (Gespenst). Sí, resulta difícil y arriesgado. En primer lugar, debido al léxico: como esprit [espíritu] y spirit, Geist puede significar también «espectro» y Marx cree poder explotar, sin dejar de controlarlos, los efectos de esta retórica. La semántica del Gespenst asedia a su vez la semántica del Geist. Si hay fantasma es, precisamente, cuando, entre ambos, titubea la referencia, indecidiblemente, o bien cuando ya no titubea allí donde debiera hacerlo. Pero si resulta difícil y arriesgado, más allá de todo posible dominio, si ambos permanecen indiscernibles, y finalmente sinónimos, es porque, a ojos del propio Marx, en un primer momento el espectro habrá sido necesario, incluso vital para el despliegue histórico del espíritu. Pues, en primer lugar, Marx hereda, a su vez, la observación hegeliana acerca de la repetición en historia, ya se trate de los grandes acontecimientos, de las revoluciones o de los héroes (como se sabe: primero la tragedia, luego la farsa). Victor Hugo también estaba muy atento, como se ha visto, a la repetición revolucionaria. Una revolución se repite, e incluso repite la revolución contra la revolución. El 18 Brumario... saca de ahí la conclusión de que si los hombres hacen su propia historia es a condición de la herencia. La apropiación en general, diríamos, reside en la condición del otro y del otro muerto, de más de un muerto, de una generación de muertos. Lo que se dice de la apropiación vale también para la libertad, para la liberación o para la emancipación:

Los hombres hacen su propia historia (ihre eigene Geschichte), pero no la hacen por su propio movimiento (aus freien Stücken), ni en las condiciones elegidas por ellos solos, sino en las condiciones que encuentran, aquellas que se les dan y se les transmiten (überlieferten Umständen). La tradición de todas las generaciones muertas (aller toten Geschlechter) pesa (lastet) con un peso muy pesado sobre el cerebro de los vivos [Marx dice lastet wie ein Alp, es decir, «pesa como un fantasma», uno de esos seres espectrales que producen pesadillas. Tal y como ocurre tan a menudo en las traducciones, el fantasma cae en las olvidadas mazmorras o, en el mejor de los casos, se disuelve en figuras aproximativas, por ejemplo la fantasmagoría, palabra a la que, además, se despoja en general del sentido literal que la liga con el habla y con el habla pública]. Pero incluso cuando parecen ocupados en transformarse a sí mismos y a las cosas, en crear algo totalmente nuevo (noch nicht Dagewesenes zu schaffen), precisamente, en esas épocas de crisis revolucionaria es cuando evocan [conjuran, justamente, beschwören] timoratamente a los espíritus del pasado (beschwören sie ängstlich die Geister der Vergangenheit zu ihrem Dienste herauf), cuando toman prestados (entlehnen) sus nombres, sus consignas (Schlachtparole), sus trajes, a fin de aparecer en la nueva escena de la historia bajo ese respetable disfraz y con ese lenguaje de prestado (mit dieser erborgten Sprache)[v].

Se trata, en efecto, de convocar (beschwören) espíritus como espectros con el gesto de una conjura positiva, aquella que jura para reclamar y no para reprimir. Pero ¿se puede depender de esta distinción? Pues aunque semejante conjuración resulta acogedora y hospitalaria, puesto que reclama, deja o hace venir al muerto, ésta va siempre unida a la angustia. Y, por consiguiente, a un movimiento de repulsión o de restricción. La conjuración no sólo está caracterizada, determinada por añadidura, por una cierta angustia (como indicaría el adverbio ängstlich), sino que está condenada a la angustia que ella misma es. La conjuración es angustia desde el momento en que reclama la muerte para inventar lo vivo y hacer que viva lo nuevo, para hacer que venga a la presencia lo que todavía no ha sido/ estado ahí (noch nicht Dagewesenes). Esta angustia ante el fantasma es propiamente revolucionaria. Si la muerte pesa sobre el cerebro vivo de los vivos, y más aún sobre el cerebro de los revolucionarios, es que debe tener cierta densidad espectral. Pesar (lasten) es, asimismo, cargar, gravar, imponer, endeudar, acusar, asignar, prescribir. Y cuanta más vida hay, tanto más se agrava el espectro del otro, tanto más gravosa es su imposición. Y tanto más debe el vivo responder de ella. Responder del muerto, responder al muerto. Corresponder y explicarse, sin seguridad ni simetría, con el asedio. Nada es más serio ni más verdadero, nada es más justo que esta fantasmagoría. El espectro pesa, piensa, se intensifica, se condensa en el interior mismo de la vida, dentro de la vida más viva, de la vida más singular (o, si se prefiere, individual). Desde ese momento, ésta ya no tiene, ni debe ya tener, precisamente porque vive, ni pura identidad consigo misma ni adentro asegurado: esto es lo que todas las filosofías de la vida, e incluso del individuo vivo o real, deberían sopesar[vi].
Hay que agudizar la paradoja: cuanta más irrupción haga lo nuevo en la crisis revolucionaria, tanto más en crisis está la época, tanto más out of joint está y tanto más necesario es convocar a y «tomar prestado» de lo antiguo. La herencia de los «espíritus del pasado» consiste, como siempre, en tomar prestado. Figuras de préstamo, figuras de prestado, figuralidad como figura del préstamo. Y el préstamo habla: lenguaje de prestado, nombres prestados, dice Marx.
Cuestión de crédito, pues, o de fe. Pero una inestable y apenas visible frontera atraviesa esa ley de lo fiduciario. Pasa entre una parodia y una verdad, pero una verdad como encarnación o repetición viva del otro, una reviviscencia regeneradora del pasado, del espíritu, del espíritu del pasado que se hereda. La frontera pasa entre una reproducción mecánica del espectro y una apropiación tan viva, tan interiorizadora, tan asimiladora de la herencia y de los «espíritus del pasado», que no es otra que la vida del olvido, la vida como olvido mismo. Y el olvido de lo materno para hacer que el espíritu viva en sí mismo. Son las palabras de Marx. Es su lengua, y el ejemplo de la lengua no carece de importancia. Designa el elemento mismo de esos derechos de sucesión.

Así es como Lutero adoptó la máscara del apóstol Pablo, como la Revolución de 1789 a 1814 revistió sucesivamente el atuendo de la República romana, luego el del imperio romano, y como la revolución de 1848 no supo hacer nada mejor que parodiar (parodieren) tan pronto 1789, tan pronto la tradición revolucionaria de 1793 a 1795. Así es como el principiante que aprende una nueva lengua la retraduce siempre a su lengua materna, pero no logra asimilarse [apropiarse: hat er sich nur angeeignet] el espíritu de esa nueva lengua y utilizarla [producir en ella: in ihr produzieren] libremente más que cuando consigue moverse en ella sin acordarse de su lengua materna y cuando llega incluso a olvidarse de esta última[vii]

De una herencia a la otra. La apropiación viva del espíritu, la asimilación de una nueva lengua, ya es una herencia. Y la apropiación de otra lengua, aquí, figura como la revolución. Esta herencia revolucionaria supone, ciertamente, que se termine por olvidar el espectro, el de la lengua primitiva o materna. No para olvidar lo que se hereda, sino la pre-herencia a partir de la cual se hereda. Este olvido no es sino un olvido. Pues lo que se ha de olvidar habrá resultado indispensable. Es preciso pasar por la pre-herencia, aunque sea parodiándola, para apropiarse de la vida de una nueva lengua o para hacer la revolución. Y aunque el olvido corresponde al momento de la apropiación viva, Marx, sin embargo, no lo valora tan simplemente como pudiera creerse. Las cosas son muy complicadas. Hay que olvidar el espectro y la parodia, parece decir Marx, para que la historia continúe. Pero si nos contentamos con olvidarlo, topamos con la simpleza burguesa, o sea, con la vida. Por consiguiente, no hay que olvidarlo, hay que recordarlo aunque olvidándolo, en esa memoria misma, lo suficiente como para «recuperar el espíritu de la revolución sin hacer volver su espectro» (den Geist der Revolution wiederzufinden, nicht ihr Gespenst wieder umgehen machen. El subrayado es mío).
Ahí está el pliegue de «una estrepitosa diferencia» (ein springender Unterschied), dice Marx, entre dos modalidades o dos temporalidades en el conjuro del muerto (Totenbeschwörung), en la evocación o la convocación del espectro. Y hay que decir que se parecen entre sí. Ambas se contaminan a veces de forma tan inquietante (pues el simulacro consiste precisamente en remedar al fantasma o en simular la fantasmal ilusión del otro) que la «estrepitosa» diferencia explota, justamente, desde el origen y no salta a la vista más que para saltar a ojos vistas. Para desaparecer, al aparecer, en el fenómeno de su fantasía. Sin embargo, Marx tiene apego a esta diferencia, igual que a la vida; lo ilustra en una de esas elocuentes epopeyas revolucionarias a la que no se puede hacer justicia más que en voz alta, alta hasta perder el aliento. Empieza así, con el conjuro (Beschwörung) de los muertos a escala de la historia mundial (weltgeschichtliche Totenbeschwörung):

El examen de esta evocación de los muertos de la Historia revela de inmediato una estrepitosa diferencia. Tanto Camille Desmoulins, Danton, Robespierre, Saint-just, Napoleón, los héroes, como los partidos y la masa, durante la antigua Revolución francesa, cumplieron, en atuendo romano y con la fraseología romana, la tarea de su época (die Aufgabe ihrer Zeit), a saber, la liberación y la instauración de la sociedad burguesa moderna. Los unos hicieron añicos las instituciones feudales y cortaron las cabezas feudales que habían brotado de dichas instituciones. La otra creó, dentro de Francia, las condiciones gracias a las cuales se pudo, desde entonces, desarrollar la libre competencia, explotarla propiedad parcelaria del suelo [...] mientras que fuera de las fronteras francesas [...][viii].

Aunque la sincronía no tiene oportunidad alguna, ningún tiempo es contemporáneo de sí mismo, ni el de la Revolución, que en resumidas cuentas no ha tenido nunca lugar en el presente, ni los tiempos que le siguen o que de ella se siguen. ¿Qué pasa? Nada, al menos nada salvo el olvido. Primero esa tarea que, sin embargo, fue la de su tiempo (die Aufgabe ihrer Zeit) aparece en un tiempo ya dislocado, desencajado, fuera de quicio (out of joint o aus den Fugen): no puede presentarse más que con la obsesión romana, con la anacronía del atuendo y de la frase antiguos. Luego, una vez cumplida la tarea revolucionaria, sobreviene entonces necesariamente la amnesia. Ya estaba en el programa de la anacronía, en la «tarea de su tiempo». La anacronía practica y promete el olvido. La sociedad burguesa olvida, con su sobria simpleza, «que los espectros de los tiempos romanos habían velado junto a su cuna» (dass die Gespenster der Römerzeit ihre Wiege gehütet hatten). Cuestión de cabeza, como siempre según Marx, cuestión de cabecera y de espíritu: en el orden amnésico de la burguesía capitalista (la que vive, como un animal, del olvido de los fantasmas), los hocicos sustituyen a la cabeza en la cumbre, la gordinflona jeta de un rey burgués, cebado, sedentario sustituye a la política y nerviosa cabeza de los revolucionarios en marcha. La traducción francesa pierde a menudo dichos rasgos:

[...] sus verdaderos capitanes (ihre wirklichen Heerführer) estaban asentados detrás de los mostradores, y la adiposa cabeza [literalmente la cabeza de tocino: Speckkopf] de Luis XVIII era su cabeza política (ihr politisches Haupt). Totalmente absorta en la producción de riqueza y en la pacífica lucha de la competencia, no comprendía ya que los espectros de la época romana habían velado junto a su cuna. Pero por poco heroica que fuese la sociedad burguesa, el heroísmo, la abnegación, el terror, la guerra civil y la guerra de las naciones habían sido no menos necesarias para traerla al mundo[ix].

Marx multiplica, entonces, los ejemplos de esa anacronía sometida a ritmo. Analiza sus pulsiones e impulsos. Y obtiene de ello placer, el placer de la repetición, y al verle tan sensible a esas ondas compulsivas, da la impresión de que no sólo señala con el dedo: toma el pulso de la historia. Y escucha una frecuencia revolucionaria. A sacudidas regulares, ésta alterna la conjuración y la abjuración de los espectros. Se convoca (es la conjura positiva) al gran espectro de la tradición clásica (Roma) para ponerse a la altura de la tragedia histórica, pero ya para ocultarse a sí mismos, en su ilusión, el mediocre contenido de la ambición burguesa. Luego, hecho esto, se revoca al fantasma [fantasme] (es la abjuración), se olvida al fantasma como si se despertase de una alucinación. Cromwell ya habló la lengua de los profetas hebreos. Una vez cumplida la revolución burguesa, el pueblo inglés prefiere Locke a Habacuc. Sobreviene el 18 Brumario y la repetición se repite. Entonces es cuando Marx considera que hay que distinguir entre el espíritu (Geist) de la revolución y su espectro (Gespenst), como si aquél, ya, no llamase a éste, como si todo eso no pasase (él mismo lo reconoce sin embargo) por unas diferencias en el interior de una «fantástica» tan general como irreductible. Lejos de organizar los esquemas de una constitución del tiempo, esa otra imaginación trascendental otorga su ley a una invencible anacronía. Intempestivo, out of joint, incluso y sobre todo si parece llegar a su hora, el espíritu de la revolución es fantástico y anacrónico departe a parte. Ha de serlo —y entre todas las cuestiones que nos asigna ese discurso, una de las más necesarias concierne, sin duda, a la articulación entre esos conceptos indisociables y que deben, si no identificarse, al menos pasar de uno a otro sin atravesar ninguna frontera conceptual rigurosa: espíritu de la revolución, realidad efectiva, imaginación (productora o reproductora), espectro (Geist der Revolution, Wirklichkeit, Phantasie, Gespenst):

La resurrección de los muertos (Die Totenerweckung), en esas revoluciones, sirvió, por consiguiente, para magnificar (verherrlichen) las nuevas luchas, no para parodiar (parodieren) las antiguas, para exagerar en la imaginación (in der Phantasie) la tarea que había de llevarse a cabo, no para huir de su solución en la realidad, para recuperar el espíritu de la revolución y no para hacer que volviese su espectro. El período entre 1848 y 1851 fue atravesado por el espectro (Gespenst) de la vieja revolución, desde Marrast, el republicano de guantes amarillos que se hizo cargo de los despojos del viejo Badly, hasta el aventurero que disimula sus rasgos de una trivialidad repelente bajo la férrea máscara mortuoria de Napoleón.[x]

Marx apunta a menudo a la cabeza y al cabecilla. Las figuras del fantasma son, en primer lugar, rostros. Se trata, pues, de máscaras, si no, esta vez, de yelmo y de visera. Pero entre el espíritu y el espectro, entre la tragedia y la comedia, entre la revolución en marcha y lo que la instala en la parodia, no existe más que la diferencia de un tiempo entre dos máscaras. Del espíritu se trata cuando Lutero se pone la máscara (maskierte sich) del apóstol Pablo, se trata del espectro, de «parodia» y de «caricatura» con la jeta de Luis XVIII o con la máscara mortuoria (Totenlarve) de Napoleón el grande sobre el rostro de Napoleón el pequeño.
Hay que dar un paso más. Hay que pensar el porvenir, es decir, la vida. Es decir, la muerte. Marx reconoce, ciertamente, la ley de esa fatídica anacronía y, finalmente, quizás es tan sensible como nosotros a la esencial contaminación del espíritu (Geist) por el espectro (Gespenst). Pero quiere acabar con ella, estima que se puede, declara que se debe. Cree en el porvenir y quiere afirmarlo, lo afirma, prescribe la revolución. Detesta a todos los fantasmas, a los buenos y a los malos, piensa que se puede terminar con esa frecuentación. Es como si nos dijera, a nosotros que no nos lo creemos: lo que creéis denominar sutilmente la ley de la anacronía es, justamente, anacrónico. Esa fatalidad pesaba sobre las revoluciones del pasado. Las que vienen, en el presente y en el porvenir (a saber: lo que Marx prefiere siempre, como todo el mundo, como la vida misma, y ésta es la tautología de la preferencia), las que se anuncian desde el siglo XIX, han de apartar la vista del pasado, tanto de su Geist como de su Gespenst. En resumidas cuentas, deben dejar de heredar. Ni siquiera deben llevar ya a cabo ese trabajo de duelo en el transcurso del cual los vivos entretienen a los muertos, juegan a los muertos, se ocupan de los muertos, se dejan entretener y ocupar y engañar por los muertos, les y los hablan, llevan su nombre y emplean su lenguaje. No, no más memoria revolucionaria, abajo el monumento, que caiga el telón sobre el teatro de sombras y sobre la elocuencia funeraria, destruyamos el mausoleo para muchedumbres populares, destrocemos las máscaras mortuorias en ataúdes de cristal. Todo eso es la revolución del pasado. Ya, todavía en el siglo XIX. Ya en el siglo XIX hay que dejar de heredar de ese modo, hay que olvidar esa forma de olvido en la frecuencia de lo que se denomina el trabajo del duelo, tanto el asedio del espíritu como el del espectro:

La revolución social del siglo XIX no puede extraer su poesía (ihre Poesie) del pasado, sino sólo del porvenir. No puede comenzar su propia tarea antes de haberse deshecho de cualquier superstición con respecto al pasado. Las revoluciones anteriores necesitaban reminiscencias históricas para ocultarse a sí mismas su propio contenido (um sich über ihren eigenen Inhalt zu betäuben). La revolución del siglo XIX debe dejar que los muertos entierren a sus muertos para realizar su propio objeto [su propio contenido, de nuevo: um hei ihrem eignen Inhalt anzukommen]. Antes la fraseología rebasaba al contenido, ahora es el contenido el que rebasa a la fraseología (Dort ging die Phrase über den Inhalt, hier geht der Inhalt über die Phrase hinaus)[xi].

Las cosas están muy lejos de ser sencillas. Hay que aguzar el oído y leer muy de cerca, contar con cada palabra de la lengua, y todavía estamos en el cementerio, los sepultureros están trabajando mucho, se desentierran cráneos, se intenta identificarlos, uno por uno, Hamlet recuerda que éste «tenía una lengua» y que cantaba. ¿Qué quiere decir Marx? También él ha muerto, no lo olvidemos, y más de una vez, justamente, deberíamos saberlo, no es tan fácil, desde el momento en que ocurre demasiado a menudo, y heredamos de él a nuestra manera, al menos heredamos cada uno de sus vocablos supervivientes, aquellos que nunca le hubiera gustado que se olvidasen sin prestarles por lo menos cierta atención respetuosa, sin haber atendido al menos a la inyunción revolucionaria de dejar que los muertos entierren a los muertos, el imperativo de un «olvido activo», como no tardará en decir un tal Nietzsche. ¿Qué quiere decir Marx, Marx el muerto? Sabía muy bien que los muertos jamás han enterrado a nadie. Ni los vivos que no fuesen también mortales, es decir, apropiados para llevar en sí mismos, es decir, fuera de sí, y ante sí [propres à porter en eux, c'est-à-dire hors d’eux, et devant eux], la imposible posibilidad de su muerte. Siempre será preciso que mortales aún vivos entierren a vivos ya muertos. Los muertos jamás han enterrado a nadie, pero los vivos tampoco, los vivos que sólo fuesen vivos los vivos inmortales. Los dioses jamás entierran a nadie. Ni los muertos en cuanto tales, ni los vivos en cuanto tales, han dado jamás sepultura a nadie. Como Marx no puede no saberlo, ¿qué quiere decir entonces? ¿Qué quiere exactamente? ¿Qué quería entonces, él, que está muerto y enterrado? En primer lugar, parece que quería recordarnos el darse-miedo de ese miedo de uno mismo: durante las revoluciones pasadas, las muertas, la conjuración convocaba a los grandes espíritus (los profetas judíos, Roma, etc.), pero sólo para olvidar, para reprimir, por miedo, para anestesiarse a sí misma (sich betäuben) ante la violencia del golpe que asestaba. El espíritu del pasado la protegía contra su «propio contenido», aquél estaba ahí para protegerla contra sí misma. Todo se concentra, entonces, en la cuestión de ese «contenido» y de ese «contenido propio» al que Marx se refiere tan a menudo, y tres veces en esas pocas líneas célebres. Toda la dislocación anacrónica interviene en la inadecuación entre la frase y el contenido —el contenido propio, el contenido apropiado—. Marx cree en ello.
Sin duda, dicho desajuste no cesará nunca. Se invertirá, sin duda, y será la revolución en la revolución, la revolución futura que, sin duelo, se impondría sobre la revolución pasada: será, por fin, el acontecimiento, el advenimiento del acontecimiento, la venida del porvenir, la victoria de un «contenido propio» que terminará prevaleciendo sobre la «frase». No obstante, en la revolución pasada, cuando los sepultureros estaban vivos, en suma, la frase desbordaba al contenido. De ahí la anacronía de un presente revolucionario asediado por sus modelos antiguos. Pero, en el porvenir, y ya en la revolución social del siglo XIX todavía por venir a los ojos de Marx (toda la novedad de lo nuevo habitaría esa dimensión social, más allá de la revolución política o económica), la anacronía o la intempestividad no se borrará tras ninguna plenitud de la parusía ni de la presencia a sí del presente. El tiempo todavía estará out of joint. Pero esta vez la inadecuación se deberá al exceso del «contenido propio» en relación con la «frase». El «contenido propio» ya no dará miedo, ya no se ocultará, reprimido bajo una retórica que lleva luto por los modelos antiguos y bajo la mueca de las máscaras mortuorias. Desbordará a la forma, hará estallar los atuendos, ganará por la mano a los signos, a los modelos, a la elocuencia, al duelo. Ya no habrá ahí nada afectado, aprestado: no más crédito ni más figura de préstamo. Pero, por paradójico que parezca, en este desbordamiento, en el momento en que cedan todas las junturas entre la forma y el contenido, es cuando este último será propiamente «propio» y propiamente revolucionario. En buena lógica, no habría que reconocerlo más que por la desmesura de esa desidentificación intempestiva, por lo tanto, por nada que sea. Por nada que sea identificable en el presente. Desde el momento en que se identifica una revolución, ésta comienza a imitar, empieza su agonía. Ésta es la diferencia poética, puesto que Marx nos dice de dónde deberá tomar su poesía la revolución social. Esta es la diferencia de la poesía misma entre el allí de la revolución política de ayer y el aquí de la revolución social de hoy día, más precisamente de ese inminente hoy día del que por desgracia sabemos, ahora, hoy, que, en el mañana, desde hace un siglo y medio, habrá tenido que exponerse indefinida, imperturbablemente, a veces para bien, más a menudo para mal, aquí más que allí, a una de las más inagotables fraseologías de la humanidad moderna: «Dort ging die Phrase über den Inhalt, hier geht der Inhalt über die Phrase hinaus». Sí y no, por desgracia.
Por supuesto, habría que haber multiplicado los ejemplos de esa implacable anacronía en El 18 Brumario de Luis Bonaparte (y ese título, y la fecha, proporcionan ya el primer ejemplo de enlutada parodia de duelo: en lo que es una familia, los Bonaparte, y Francia, en la juntura genealógica de lo público y de lo privado).
No retengamos más que un solo ejemplo, el más cercano a la literalidad, es decir, aquí, al cuerpo espectral que hace las veces de la misma. En resumidas cuentas, esta vez se trata de una parodia del espectro mismo. Una revolución se pone a caricaturizar, a su vez, al «espectro rojo» que los contra-revolucionarios habían intentado conjurar por todos los medios. El «espectro rojo» también fue el nombre de un grupo revolucionario[xii]. El pliegue suplementario que aquí nos importa es el que asegura con regularidad el trastrueque reflexivo de una conjuración: los que dan miedo se dan miedo a sí mismos, conjuran al espectro mismo que representan. La conjuración está en duelo por sí misma y se vuelve contra su propia fuerza.
Esta es nuestra hipótesis: mucho más allá de un «18 Brumario», esto nunca ha dejado de ocurrirle a lo que se denomina el marxismo. Lejos de protegerlo contra lo peor, ese trueque de la conjuración, esa contra-conjuración lo habrá precipitado hacia ello de un modo más seguro. En el capítulo 3 de El 18 Brumario, Marx opone de nuevo la revolución de 1848 a la primera Revolución francesa. Una retórica segura y eficaz multiplica los rasgos de una oposición dominada por una figura de peso: 1789 es la línea ascendente, la audacia vence, se va cada vez más lejos (constitucionales, girondinos, jacobinos), mientras que en 1848 se sigue la línea descendente: mientras los constitucionales conspiran contra la Constitución, los revolucionarios se consideran constitucionales y la Asamblea nacional ahoga su omnipotencia en el parlamentarismo. La frase prevalece decididamente sobre el contenido:

[...] en nombre del orden, una agitación salvaje y vacía de contenido (inhaltslose Agitation); en nombre de la revolución, la más solemne prédica a favor del orden, pasiones sin verdad, verdades sin pasión, héroes sin heroísmo, historia sin acontecimientos (Geschichte ohne Ereignisse)[xiii].

Ahora bien, ¿en qué consiste aquí esa ausencia de acontecimientos y, finalmente, esa ahistoricidad?, ¿a qué se parece? Respuesta: a una ausencia de cuerpo, por supuesto. Pero ¿quién ha perdido su cuerpo? Pues bien, no un individuo vivo, no un sujeto —como se dice— real, sino un espectro, el espectro rojo que conjuraban los contra-revolucionarios (en verdad, Europa entera: el Manifiesto fue ayer). Por eso, es preciso «trastocar» las cosas, invertir el cuento de Chamisso, La maravillosa historia de Peter Schlemihl, el hombre que perdió su sombra. Aquí, nos dice Marx, «cual un Schlemihl al revés» (als umgekehrte Schlemihle), la sombra perdió su cuerpo en el momento en que apareció la revolución con el uniforme del orden. El propio espectro, el espectro rojo, en resumidas cuentas, se desencarnó. Como si eso fuese posible. Pero ¿no es también la posibilidad, justamente, la virtualidad misma? Y para comprender la historia, es decir, la acontecibilidad del acontecimiento, ¿acaso no hay que contar con esa virtualización? ¿Acaso no hay que pensar que la pérdida del cuerpo puede afectar al propio espectro?, ¿hasta el punto de que resulte imposible discernir entre el espectro y el espectro del espectro, el espectro a la búsqueda del contenido propio y de la efectividad viva? No ya la noche en que todos los gatos son pardos, sino gris sobre gris porque rojo sobre rojo. Pues no olvidemos nunca que, cuando describe estos trastrueques, inversiones, conversiones sin borde, lo que Marx pretende es denunciar unas apariencias. Su crítica consiste también en decir: esos hombres y esos acontecimientos que se descarnan como un Schlemihl al revés cuyo cuerpo ha desaparecido (abhanden gekommen ist), así es como aparecen, ciertamente, pero ésa no es más que una aparición, por consiguiente, también una apariencia y finalmente una imagen, en el sentido del fenómeno y en el sentido de la figura retórica. Lo que queda, pues, es que lo que finalmente parece ser una imagen es asimismo, provisionalmente, la imagen final, lo que «aparece al final» (endlich erscheint), gris sobre gris y rojo sobre rojo, en la parusía de esa revolución abortada:

Si alguna vez se pintó grisáceamente (grau in grau) un período histórico, fue justamente éste. Hombres y acontecimientos semejan Schlemihles al revés (erscheinen als umgekehrte Schlemihle), como sombras que han perdido sus cuerpos. La revolución misma paraliza a sus propios promotores y no provee más que a sus adversarios de vehemencia y de pasión. Cuando el «espectro rojo» (das «rote Gespenst»), continuamente evocado y conjurado (heraufbeschworen und gebannt) por los contra-revolucionarios, aparece por fin (endlich erscheint), no aparece tocado con el gorro frigio anarquista, sino vestido con el uniforme del orden, con pantalón rojo (in roten Plumphosen)[xiv].

En ambos lados, entre la revolución y la contra-revolución, entre los demócratas y Bonaparte, la guerra no sólo opone espectros y conjuraciones, brujerías anímicas e incantaciones mágicas, sino también los simulacros de dichos simulacros. En ambos lados, una reflexión especular no deja de reenviar el simulacro, es decir, de diferir hasta el abismo el encuentro con el cuerpo vivo, con el acontecimiento real, vivo, efectivo, la revolución misma, la revolución propiamente dicha, en persona. Eso no le impide a Marx dar una fecha. Cierto es que indica, siempre entre corchetes, que se trata de un domingo. Ahora bien, en su misma singularidad, una fecha repite, resucita siempre el fantasma de otra por la cual está en duelo. Además, un domingo no es un día cualquiera para una revolución. Hegel ya había nombrado cierto viernes santo especulativo, Marx hace ver lo que se ve el día del Señor, la esperada aparición, el retorno del muerto, la resurrección como re-aparición:

[...] efecto de gracia del 2.° [domingo de, Sonntag des Monats] mayo de 1852. El 2.° [domingo del mayo de 1852 se había convertido para ellos [los señores demócratas] en una idea fija, en un dogma, igual que para los quiliastas el día en que Cristo debía resucitar (wiedererscheinen sollte) e instaurar en la tierra el reino milenario. La debilidad había encontrado, como siempre, su salvación en la creencia en los milagros, imaginó haber vencido al enemigo porque lo había exorcizado en la imaginación (in der Phantasie weghexte) [...]

y, un poco más tarde —es también un domingo, el mismo día, otro domingo—, tienen la palabra los fantasmas, la fantasmagoría, el anatema como fórmula de exorcismo (Bannformel), la brujería; la supervivencia no habrá durado más que un abrir y cerrar de ojos, he ahí el testamento de un pueblo. Con su propia voz, con su propia mano, un pueblo inmediatamente cegado se da la muerte con un decreto mefistofélico:

[...] los relámpagos de la prensa cotidiana, toda la literatura, las celebridades políticas y los renombres espirituales (die geistigen Renommeen), el Código civil y el Código penal, la libertad, igualdad, fraternidad y el 2.° [domingo de] mayo de 1852, todo ello desapareció como por encanto (wie eine Phantasmagorie) ante el exorcismo (Bannformel) de un hombre que sus mismos enemigos no consideran como un brujo (Hexenmeister). El sufragio universal parece no haber sobrevivido (überlebt) durante un abrir y cerrar de ojos más que para escribir de su puño y letra su testamento ante los ojos del mundo y proclamar en el nombre del pueblo mismo: «todo lo que existe merece perecer»[xv].

¿Qué ha ocurrido en un santiamén? ¿Cómo describir ese juego de manos? Un falso brujo, tan inconsistente como una especie de fantasma de segunda, un espectro auxiliar, un (re)aparecido de servicio (Luis Bonaparte), a su vez asediado por la figura casi paterna de un gran espectro (Napoleón Bonaparte y la Revolución de 1789), de pronto, aprovechando un día de guardia, hace desaparecer la revolución, como una fantasmagoría, por medio de un exorcismo perverso, diabólico e inaparente. Pues, aunque su conjuro hace desaparecer al pueblo, de hecho firma al mismo tiempo su propia desaparición, la firma de su puño y letra: alienación absoluta y en adelante sin cuerpo, alienación de sí que no se apropia de ese modo más que de su muerte y no lega más que el patrimonio de su expropiación.
¿Responden estas paradojas a una lógica consistente e irreductible?, ¿o bien hay que ir por partes? ¿Acaso una parte sería la parte de una retórica? ¿Se trata sólo de los efectos buscados en lo que se ha creído a veces incluir (por ejemplo con Michel Henry[xvi] entre los textos «políticos» o «históricos» de Marx, en contraposición a sus textos «filosóficos»? Nuestra hipótesis es otra distinta. Sin duda hay que tomar la medida de la polémica, del talento oratorio, de un arsenal de lenguaje poco común: una panoplia de argumentos, y también de imágenes, una panoplia fantástica en unos tiempos en que se tenía gran afición por los (re)aparecidos (por un determinado teatro de (re)aparecidos, de acuerdo con una escenografía históricamente determinada —pues toda época posee su escenografía, todos tenemos nuestros fantasmas—). Ciertamente, también es preciso tener en cuenta el compromiso singular en la movilidad de unos contextos históricos, tácticos y estratégicos muy diferenciados. Pero, más allá de estos límites, eso no debe impedir que se reconozcan algunas invariantes. Hay ahí constancia, consecuencia y coherencia. Hay ahí capas discursivas cuya estratificación permite que largas secuencias permanezcan subyacentes a algunas formaciones efímeras. Incluso aunque cierta heterogeneidad siga siendo estructural, tal y como no dejamos de sugerir aquí, ésta no separa los tipos de discurso; obra dentro de cada uno de ellos. En su forma filosófica, la paradojía [paradoxie] del espectro ya estaba incluida en el programa de La ideología alemana, permanecerá también incluida en El Capital. Y si la fantástica panoplia proporciona a la retórica o a la polémica imágenes o fantasmas, quizás eso hace pensar que la figura del fantasma no es ahí una figura más entre otras muchas. Es, tal vez, la figura oculta de todas las figuras. En calidad de tal, quizá no figurase ya como un arma trópica, como una más entre otras. No habría metarretórica del fantasma.
Ante estas paradojas, ¿cuál sería aquí la tarea? Una de las tareas, al menos, sería, por ejemplo, reconstituir un plan de batalla, el mapa espectrológico de lo que fue, en La ideología alemana, la más gigantesca fantomaquia de toda la historia de la filosofía. Habría que seguirlo con todo detalle, en los insólitos juegos y en los recíprocos desbordamientos de lo que Marx denominaba, en los párrafos que acabamos de citar, un «contenido propio» y una «frase». El goce no debería ya perder ni un solo destello del espíritu, del espíritu de Marx (y de Engels), a través y más allá del mot d’esprit, no sólo de la economía del Witz, de sus agudezas y flechas, sino a través y más allá de la transustanciación entre Gas y Geist[xvii].
Nosotros sólo podremos privilegiar algunos rasgos ingeniosos en una larga y espiritual diatriba. De nuevo se trata de una cacería. No se repara en medios. Se hostiga siempre sin piedad, a menudo sin fe ni ley, es decir, sin demasiada buena fe, a alguien a quien se acusa de pertenecer a ese linaje del neoevangelismo del que hablábamos antes. San Max (Stirner), si creemos a Marx (y a Engels), habría hecho que el Apocalipsis de san Juan mintiese. Allí donde éste anunciaba a la mujer de Babilonia, ese otro foco de nuestra elipse de Oriente Medio, aún hoy en día, el neoevangelista Stirner proclama al hombre, al secreto (das Geheimnis), al único (den Einzigen). Y ahí está, en el desierto del espíritu (die Wüste des Geistes), toda la historia de los espíritus, de los fantasmas o de los (re)aparecidos: primero, la pura historia de los espíritus (reine Geistergeschichte), luego la historia de los posesos (die Besessenen) como historia impura de los fantasmas (unreine Geistergeschichte), después la impura historia impura de los espíritus (unreine unreine Geistergeschichte). El propio Stirner lo proclama: «Desde que el verbo se hizo carne, desde que el mundo se espiritualizó (vergeistigt) y fue encantado (verzaubert), es un fantasma (ein Spuk)»[xviii]. Marx ironiza acerca del caso «Stirner» [nombre propio entre comillas: es, como se sabe, un seudónimo]: «“Stirner” ve espíritus (sieht Geister)». Pues, cual guía turístico o profesor, Stirner pretendería enseñarnos las reglas del método para una buena introducción a los fantasmas. Después de haber determinado el espíritu como algo otro que (el) yo (Der Geist ist etwas Andres als Ich), definición (atrevámonos a subrayarlo) que no carece de profundidad, Stirner plantea aún una pregunta excelente («Pero ese otro ¿qué es?» Dieses Andre aber, was ist’s?), una gran pregunta de la que, al parecer, demasiado pronto se mofa Marx, y que hace todo lo posible por exorcizar a su vez. Tanto más cuanto que (el propio Marx lo señala para burlarse más fácilmente) dicha cuestión se contenta con modificar, mediante una «metamorfosis» (Wandlung) suplementaria, la pregunta originaria (die ursprüngliche Frage), la cuestión abismal que se refería, en resumidas cuentas, a la no-identidad consigo mismo, a la inadecuación y, por consiguiente, a la no-presencia a sí, la intempestividad desajustada de aquello que se denomina espíritu. Marx no debiera haberse burlado, pero lo hace, con malicia, con una ingenuidad que quisiera parecer fingida. Tal vez lo es menos de lo que parece (no tratemos, pues, de ocultar aquí, incluso aunque no sea del todo el momento, que tomamos en serio la originalidad, la audacia y, precisamente, la seriedad filosófico-política de Stirner, al que habría que leer también sin Marx o contra él; pero éste no es aquí nuestro propósito). Marx:

La cuestión está, pues, ahora planteada de este modo: ¿Qué es el espíritu sino yo? Mientras que la cuestión primitiva era: ¿Por su creación a partir de la nada, qué es el espíritu sino él mismo? (Was ist der Geist durch seine Schopfung aus Nichts anderes als er selbst?). Y esto es lo que le permite a san Max saltar a la «metamorfosis» siguiente[xix].

En su primera y simple «impureza», la historia de los fantasmas se despliega en varios tiempos. Lo que interesa subrayar, antes de asistir, bien arrellanado en la cátedra, a lo que debe denominarse la teoría de los espectros, la procesión de los fantasmas de conceptos que serían esos conceptos de fantasmas (sus meros nombres, piensa Marx), es que dicha teoría traiciona su origen, a saber, al «tío» Hegel. Traiciona y traiciona. Deja que se vea su ascendiente y es indigna de él. Lo denuncia. La genealogía hegeliana de Stirner también sería una decadencia del hijo. Stirner desciende de Hegel, está asediado por el autor de la Fenomenología del espíritu y no puede soportarle. Escupe sus fantasmas vivos como una ballena que sufre de indigestión. Dicho de otro modo, no comprende a Hegel no tan bien como aquel otro de sus descendientes, ¡adivinad cuál! Y he ahí que este último igualmente acosado por la sombra de ese ancestro que retorna todas la noches dispuesto también a traicionarle o a vengarle (a veces es lo mismo), se dedica a darle una lección de hegelianismo al hermanito Stirner. Este se desliza siempre en la frase hegeliana, cuela sus palabras en la «bien conocida fraseología de la ortodoxia hegeliana»[xx]. Pero este indigno heredero no ha comprendido lo esencial del testamento, no ha leído como es debido la Fenomenología del espíritu en la que se inspira y de la que querría darnos una versión cristiana («San Max se propone ofrecernos una fenomenología del espíritu cristiano»). ¿Qué es lo que no ha comprendido? ¿Qué es lo esencial? Tratándose del devenir-espectro del espíritu, no vio que, para Hegel, el mundo no sólo se había espiritualizado (vergeistigt) sino des-espiritualizado (entgeistigt), tesis que el autor de La ideología alemana parece, pues, aprobar: dicha desespiritualización es perfectamente (ganz richtig) reconocida por Hegel, puede leerse ahí. Hegel supo relacionar ambos movimientos, pero nuestro «santo dialéctico», que ignora el «método histórico», no supo aprender a hacerlo. Además, si hubiese sido mejor historiador, hubiera terminado por romper con Hegel. Pues se le reprocha a Stirner no comprender a Hegel y, lo cual no es forzosamente contradictorio, ser demasiado hegeliano en su genealogía del fantasma. Ese mal hermano[xxi] se ve acusado de ser a la vez el hijo demasiado filial y un mal hijo de Hegel. Un hijo dócil escucha a su padre, lo imita pero no se entera de nada, da a entender Marx —que no habría querido hacer lo contrario, es decir, convertirse también en un mal hijo, sino otra cosa: interrumpir la filiación—. Es más fácil de decir que de hacer. En cualquier caso, la obra de Stirner resulta nula y sin valor. «Aunque nos hubiese brindado esa fenomenología (por lo demás superflua después de Hegel), no nos hubiese dado nada en absoluto»[xxii].
Mal hijo y mal historiador, Stirner sería incapaz de romper con el ascendente y con el precedente de la Fenomenología (¿y qué es una fenomenología sino una lógica del faineszai y del phantasma, por consiguiente, del fantasma?, a menos de agotarse desesperadamente, como el propio Marx, finalmente, tratando de distinguir el espíritu del espectro). El autor de El único y su propiedad no ve que conceptos tan abstractos como la Conciencia de sí o el Hombre son de naturaleza religiosa. Convierte la religión en una causa sui, como si los espectros pudiesen moverse por sí mismos. No ve que «el cristianismo no tiene historia alguna», historia alguna que le sea propia. No supo explicar, como tendría que haber hecho, las «autodeterminaciones» y los «desarrollos» del «espíritu religioso» a partir de «causas empíricas», de «condiciones empíricas», de «formas estatales determinadas», de «relaciones de intercambio y de relaciones industriales determinadas». Se le pasó por alto a la vez el ser-determinado, por consiguiente necesario, la determinación (palabra clave de la acusación) y, más precisamente, la empiricidad de dicha determinación. Desconoció, de ese modo, lo que determina esa determinación del espíritu como hetero-determinación. El empirismo aparentemente declarado que inspira dicha crítica reconduce siempre, de hecho, a una ley de la alteridad. Como siempre, el empirismo tiene vocación de heterología. Se reconoce la experiencia efectiva en que encuentra algo (del) otro. Ahora bien, dada su ignorancia de esa hetero-determinación del espíritu cristiano, Stirner está subyugado; alucinado, fantasmatiza, se diría que enfantasma el espíritu. En verdad, está asediado por la frecuencia hegeliana. No está habitado más que por ella. La única alteridad de la que es capaz es el «ser-otro» de una cátedra, «el ser-otro de los pensamientos del profesor berlinés». Las «metamorfosis» del hombre y del mundo stirnerianos son la historia universal encarnada en la sombra de Hegel, incorporada a la «carne de la filosofía hegeliana» (in den Leib der Hegelschen Philosophie), metamorfoseada e incorporada en «espectros que sólo son, de acuerdo con la apariencia, un «ser-otro» de Ios pensamientos del profesor berlinés». No son más que eso y lo son en apariencia. En la Fenomenología del espíritu, en esa Biblia o en ese Libro, Hegel transfigura al individuo en «conciencia» y al mundo en «objeto». La vida y la historia son transfiguradas, así, dentro de su propia diversidad, en relaciones de la conciencia con el objeto. De lo que se trata siempre es de la verdad y es una fenomenologización de la verdad como verdad de la conciencia lo que se pone aquí en cuestión. La historia del fantasma sigue siendo una historia de la fantasmatización y ésta será una historia de la verdad. Del devenir-verdadero de una fábula, a menos que sea lo contrario, una fabulación de la verdad, en cualquier caso una historia de fantasmas. La fenomenología (del espíritu) describe: 1) la relación de la conciencia con el objeto como verdad o como relación con la verdad en tanto en cuanto mero objeto; 2) la relación de la conciencia, en tanto en cuanto es lo verdadero, con el objeto; 3) la relación verdadera de la conciencia con la verdad (wahres Verhalten des Bewusstseins zur Wahrheit).
Esta triplicidad refleja la Trinidad: Dios Padre, Cristo y el Espíritu Santo. El espíritu asegura la mediación, por consiguiente, el paso y la unidad. Da lugar, por eso mismo, a la metamorfosis de lo espiritual en espectral: es, precisamente, el fallo de san Max. Por tanto, se tiene la sensación de que, al menos en la crítica de Stirner, Marx arremete ante todo contra el espectro y no contra el espíritu, como si creyese aún en alguna purificación descontaminante al respecto, como si el fantasma no acechase al espíritu, como si no lo asediase, precisamente, desde el umbral de la espiritualización, como si la iterabilidad misma, que condiciona tanto la idealización como la espiritualización de la «idea», no acabase con cualquier seguridad crítica en lo que respecta al discernimiento entre ambos conceptos. Pero lo que quiere Marx es discernir. El krinein de la crítica tiene ese precio.



[i] Sigmund Freud, Una dificultad de psicoanálisis [trad. castellana de L. López-Ballesteros, Obras Completas, romo VII, Biblioteca Nueva, Madrid, 1974, p. 2435].
[ii] Abordaremos esta escena más adelante, en torno a cierta mesa, a propósito de la fetichización como espectralización del valor de cambio. Es la apertura misma, la primera escena, si no la escena primitiva, de El Capital.
[iii] Contribución a la crítica de la economía política (1859), trad. castellana de J. Merino, Alberto Corazón, Madrid, 21978, p. 137.
[iv] Lógica perversa, perversidad abismal de todos los «revisionismos» que marcan este fin de siglo y que seguramente no terminarán con él. Por supuesto, habrá que combatir sin descanso los peores de esos revisionismos o negacionismos, aquellos cuyos rasgos e intereses ya están bastante bien determinados, aun cuando sus manifestaciones se multipliquen y se renueven constantemente. La tarea será, pues, siempre urgente, siempre habrá que reafirmarla. Pero, aquí y allá, se perciben los signos precursores de una perversidad simétrica y no menos amenazadora. Pertrechados de una buena conciencia imperturbable, pues a menudo arropada de ignorancia o de oscurantismo, se mantiene a salvo, en los medios de comunicación, de cualquier derecho de réplica efectivo (pienso en el reciente artículo de Michiko Kakutani, «When History and Memory Are Casualties: Holocaust Denial», en New York Times del 30 de abril de 1993), algunos no se contentan con sacar provecho de los fantasmas que asedian nuestra memoria más dolorosa. Se consideran autorizados también, por las mismas, a manipular impunemente, sin ningún escrúpulo, la palabra misma de «revisionismo». Están dispuestos a convertirlo en una acusación contra cualquiera que plantee cuestiones críticas, metodológicas, epistemológicas, filosóficas sobre la historia, sobre la manera en que es pensada, escrita o en que está establecida, sobre el estatuto de la verdad, etc. Cualquiera que reclame la cautela en la lectura de la historia, cualquiera que complique un poco los esquemas acreditados en la doxa o que exija que se reconsideren los conceptos, los procedimientos y las producciones de la verdad histórica o las presuposiciones de la historiografía, etc., corre el riesgo de verse acusado hoy en día, de este modo, por amalgama, contagio o confusión, de «revisionismo» o, al menos, de servir a los propósitos de algún «revisionismo». En adelante, la acusación está a la disposición del primero que venga que no entienda nada de esa necesidad crítica, que desee protegerse de ella y quiera, ante todo, que no se toquen su cultura o su incultura, sus certezas o sus creencias. Situación histórica muy inquietante que corre el riesgo de golpear a priori con la censura la investigación histórica o la reflexión sobre la historia allí donde toquen zonas sensibles de nuestra existencia presente. Resulta urgente recordarlo: parcelas enteras de la historia, sobre todo la de este siglo, en Europa y fuera de Europa, habrán todavía de ser interrogadas y desocultadas, cuestiones radicales habrán de ser planteadas y refundidas sin que haya ahí ningún tipo de «revisionismo». Digamos incluso: al contrario.
[v] K. Marx, El 18 Brumario de Luis Bonaparte (1852), Progreso, Moscú, p. 9. El subrayado es mío.
[vi] Por supuesto, aquí estamos pensando en el trabajo de Michel Henry (Marx, vols. I y II, Gallimard, Paris, 1976), que clasifica tanto El 18 Brumario... como El Manifiesto del partido comunista, así como algunas otras obras, entre los «textos políticos. o «histórico-políticos». Serían menos filosóficos, si es que lo son, porque no «contienen su principio de inteligibilidad en sí mismos» (vol. I, p. 10). ¿Qué quiere decir para un texto, con todo rigor, comportar un principio de inteligibilidad en sí mismo? [Patrice Loraux consagra unas páginas muy lúcidas de su libro, Les Sous-Main de Marx, Hachette, Paris, 1986, pp. 34-36, a esa estrategia de Michel Henry, en su capítulo de advertencia, «La teoría de los textos. Nos recuerda sobre todo la tradición de dicha teoría.] ¿Y ha habido alguna vez un ejemplo de ello? No es éste el lugar de discutir acerca de esto (y eso que la extraña y confiada creencia en semejante inmanencia de la inteligibilidad no es ajena al concepto de vida que sustenta todo ese libro). Esta dimensión «histórico-política» (poco o nada filosófica) sería manifiesta, según M. Henry, en «el caso sobre todo de El 18 Brumario de Luis Bonaparte, redactado para un periódico americano» (vol. 1, p. 11). Ahora bien, este último trabajo no parece en modo alguno estar encerrado en el cerco de los textos «políticos» o «histórico-políticos», suponiendo que se acepte una distinción tan problemática, sobre todo en el caso de una obra como la de Marx. Se halla en particular su paradoxología espectral, aquella que aquí nos interesa, en los textos más «filosóficos» y más significativos en opinión del propio M. Henry, por ejemplo —enseguida lo comprobaremos—, en La ideología alemana. Al pesar y pensar esta espectrología, no nos oponemos frontalmente a la filosofía de la vida o de la «subjetividad radical de la que es excluida cualquier objetividad» (vol. I, p. 326) ni a su interpretación por M. Henry (con el que compartimos aquí al menos algunas inquietudes, pero sin duda desde un punto de vista totalmente distinto, con respecto a lo que ha sido hasta ahora la lectura de Marx). Pero se intenta reconocer la necesidad de complicarla de forma abismal, allí donde el suplemento de un pliegue interno-externo prohíbe oponer simplemente lo vivo a lo no-vivo. Cualquiera que suscriba, tal y como tendríamos la tentación de hacer, las últimas palabras de la conclusión final del Marx de M. Henry («El pensamiento de Marx nos sitúa ante la cuestión abismal: ¿qué es la vida?») debe remitir a dicho abismo, es decir, re-problematizar todas las proposiciones anteriores de ese libro tan entero acerca de lo vivo, del individuo vivo, de la subjetividad viva, del trabajo real como trabajo vivo, etc, es decir, todo el arsenal crítico de un trabajo profundamente polémico. Pues es, finalmente, en nombre de esa referencia unívoca a lo vivo como trata, con gran violencia, de desacreditar más o menos todas las lecturas anteriores de Marx y, sobre todo, en su dimensión política. Uno se pregunta: ¿por qué la cuestión de la vida habría de ser «abismal», precisamente? Dicho de otro modo, ¿por qué esa cuestión? ¿Acaso no se abre sobre la no-identidad a sí mismo impensada del concepto o del ser denominados «vida»?, ¿sobre la oscuridad esencial, tanto para la ciencia como para la filosofía, de lo que se llama vida? ¿Acaso todo eso no habría de marcar los límites, internos o externos, la clausura o el principio de la ruina de una filosofía de la vida?, ¿y de la subjetividad, por nueva que sea su presentación conceptual, desde el momento en que es determinada como esencialmente viva? Si se integrase a la vida de dicha subjetividad viva el trabajo de la negatividad o de la objetividad, los fenómenos o, mejor, los no-fenómenos de la muerte, etc., ¿por qué obstinarse todavía en llamar a eso vida? En cambio, a esa interpretación del ser o de la producción como manifestación —o inmanencia radical— de una subjetividad viva y monádica (cf., por ejemplo, vol. II, pp. 41-42), interpretación que puede ampliamente justificarse, en efecto, ateniéndose a la literalidad de numerosos textos de Marx, no pensamos que deba oponérsele ninguna filosofía de la muerte (que podría alegar otros tantos títulos y referencias en los mismos textos leídos de otro modo). Nuestro intento es otro distinto. Para tratar de acceder a la posibilidad de esa alternativa misma (la vida y/o la muerte), dirigimos nuestra atención hacia los efectos o las instancias de una super-vivencia [sur-vie] o de un retorno de muerte (ni la vida ni la muerte) desde los cuales, y desde ellos solos, puede hablarse de «subjetividad viva, (por oposición a su muerte): hablar de ella pero, asimismo, comprender que ella pueda hablar, y hablar de sí misma, dejar huellas o herencias más allá del presente vivo de su vida, plantear(se) cuestiones respecto de sí misma, en resumen, dirigirse también al otro o, si se prefiere, a otros individuos vivos, a otras «mónadas». Para todas estas cuestiones, y ésta es nuestra hipótesis de lectura, el trabajo del espectro teje aquí, en la sombra de un laberinto cubierto de espejos, un hilo conductor tenue pero indispensable.
[vii] El 18 Brumario..., pp. 9-10.
[viii] Ibíd., p. 10.
[ix] Ibid., p. 10.
[x] Ibid., p. 11.
[xi] Ibid.. p. 12. El subrayado es mío.
[xii] Antes de que yo volviese a localizar esa alusión al «espectro rojo» en El 18 Brumario, Etienne Balibar me señaló la existencia de un periódico titulado El espectro rojo («durante la revolución del 48 [...] aparentemente después de las matanzas de junio [...] es decir el espectro de los revolucionarios-proletarios muertos»). «¡Anuncio el motín!, escribe Romieu en El espectro rojo. Los proletarios están dispuestos, emboscados hasta en el último pueblo, lleno el corazón de odio y de ganas [...]» (citado por J. Bruhat, El socialismo francés de 1848 a 1871, en Droz, Historia general del socialismo, trad. castellana de E. Méndez, revisada por M. Sacristán, Destino, Barcelona, 1976, t. I, p. 510). «Se piensa también, añade Balibar, en el “Espectro de la muerte roja” de Villiers de l’lsle-Adam, escrito si no me equivoco— después de la Comuna, incluso aunque la “muerte roja” no sea en apariencia lo mismo que la “muerte de los rojo”...».
[xiii] K. Marx, El 18 Brumario, p. 32.
[xiv] Ibid., p. 13.
[xv] Ibid., p. 14.
[xvi] Cf., más arriba, nota 6.
[xvii] «[...] Stirner descubre que al final del mundo antiguo “el espíritu desbordó, como una espuma irresistible, porque los gases (espíritus) (Gase/Geister) se desarrollaban en su seno”». Marx analiza después los «asombrosos juegos» que de ese modo describe san Max (La ideología alemana, p. 214). Hegel ya estuvo atento a la afinidad Gas-Geist: el trabajo de la muerte, la fermentación del cadáver en descomposición marcan el paso de una filosofía de la naturaleza a una filosofía del espíritu .Me permito remitir para esos temas a Glas, Galilée, Paris, 1974, pp. 70, 106, 263 sobre todo, y a Del espíritu, p. 169.
[xviii] La ideología alemana, p. 172. Marx, como se sabe, entreteje constantemente sus polémicas palabras con largas citas de El único y su propiedad (1845).
[xix] Ibid., p. 171. Otra lectura equivalente: el espíritu no se crea a partir de otra cosa que no sea él mismo.
[xx] Ibid., p. 167.
[xxi] A propósito de la enmarañada y sobredeterminada historia de las relaciones con Stirner y a propósito del contexto histórico-político de dicha polémica, cf. Henry Arvon, Aux sources de l’existentialisme, Max Stirner, PUF, Paris, 1954, pp. 128 ss.
[xxii] La ideología alemana, p. 173.

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